Un ensayo para Overcast, mi columna en Literal Magazine.
He hablado ya en bastantes foros sobre el concepto de desapropiación, en discusión primero en el libro Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación (México: Tusquets, 2011). Entre una y otra conversación, a lo largo de los diálogos que han resultado de preguntas incisivas, llamadas de atención y sugerencias varias, he ido fraguando una versión más concisa, tal vez un poco más clara, aunque siempre inacabada, del mismo. Ya desde el diccionario, la definición básica del término (desapropiarse: Dicho de una persona: Desposeerse del domino de lo propio) llama a la acción. Se trataba y se trata de renunciar críticamente a lo que la Literatura (con L mayúscula) hace y ha hecho: apropiarse de las experiencias y voces de otros en beneficio de ella misma y sus propias jerarquías de influencia. Se trataba y se trata de poner en claro los mecanismos que permiten una transferencia desigual del trabajo con el lenguaje de la experiencia colectiva hacia la apropiación individual del autor. Todo con el fin de regresar al origen plural de toda escritura y construir, así, horizontes de futuro donde las escrituras se encuentren con la asamblea y puedan participar y contribuir al bien común.
En un inicio, pues, el término intentaba describir el tipo de trabajo escritural que, en una época signada por la violencia espectacular de la así llamada guerra contra el narco, se abría para incluir, de manera evidente y creativa, las voces de otros, cuidándose de esquivar los riesgos obvios: subsumirlas a la esfera del autor mismo o reificarlas en intercambios desiguales signados por la ganancia o el prestigio. Crítica y festiva, siempre con otros, la desapropiación hace—desde la escritura—un llamado de alerta para lo que está en juego: la construcción de horizontes comunitario-populares que aseguren la reapropiación colectiva de la riqueza material disponible, como argumentaba Raquel Gutiérrez.
Pero todo este entramado de ideas precisa de un desglose. Un ir en calma. De ahí esta versión. La llamo “para principiantes” con el fin de reproducir en un eco jocoso los títulos de esos muchos y variopintos manuales que nos prometen, a menudo verazmente, que todos podemos utilizar sus instrucciones y saberes para bien. También los llamo “para principiantes” porque, en sentido estricto, eso somos todos cuando, con algo de suerte, aprendemos los unos de los otros.
La escritura es un trabajo
La escritura no es resultado de una inspiración tan inexplicable como individual sino una forma de trabajo material de cuerpos concretos en contacto—tenso, volátil, irresuelto—con otros cuerpos en tiempos y lugares específicos. Las escrituras, en otras palabras, son cuerpos en contextos. En su contacto con ese bien común que es el lenguaje, el trabajo de la escritura participa de distintos procesos de producción y reproducción de riqueza social. La que escribe, en este sentido, no representa la realidad, sino que la presenta, es decir, la produce, en relación a tradiciones literarias, o no, para su futura reproducción en forma de lectura.
La literatura es apropiación de lo que no es literatura
Así como Jacques Ranciére argumentaba que todo arte es, bien estudiado, una forma de apropiación de lo que no es arte, es posible decir que toda literatura es una forma de apropiación de lo que no es literatura. En efecto, en Aisthesis. Scenes from the Aesthetic Regime of Art, una traducción de Zakir Paul publicada por la editorial Verso, Rancière analiza detalladamente 14 escenas en las que se demuestra cómo el contacto y la incorporación de experiencias no artísticas marca el inicio de lo que denominamos arte, o el régimen estético del arte, hoy en día. Porque cree que el surgimiento de las artes en occidente ocurre precisamente cuando las jerarquías establecidas entre las artes mecánicas (artesanales) y las bellas artes (el pasatiempo de hombres libres) empiezan a vacilar, Rancière busca ese momento, o el eco de ese momento, en cada escena analizada. No es ésta la visión del que persigue lo marginal o raro por su valor exótico, sino de quien busca colocarlo en su justo sitio: ahí donde se decidieron poco a poco y en contextos de gran tensión social y cultural qué es arte o a qué tipo de prácticas y saberes le llamaríamos así con el paso del tiempo. “Las figuras vulgares de pinturas menores, la exaltación de las actividades más prosaicas en el verso liberado de la métrica, los números del music-hall, los edificios industriales y los ritmos de las máquinas, el humo de los trenes y los barcos reproducidos mecánicamente, los extravagantes inventarios de los objetos de las vidas de los pobres”, todo ello atrae nuestra atención no como raros ejemplos de lo que se quedó en el pasado, sino como ejemplos de esos instantes en que se reta y se transforma a la experiencia de lo sensible, así como los modos en que percibimos y nos vemos afectados por lo que percibimos. Es una historia alternativa, si no es que opuesta, a los recuentos que presentan a la creciente autonomía del arte como un desarrollo natural y, por lo tanto, ineludible. Una historia similar empieza a ser contada desde las perspectivas de las literaturas post-autónomas, entre ellas la de Josefina Ludmer, que ya han escapado del encanto que dicta la producción espontánea, incorpórea, y meramente individual de la literatura.
Los materiales ajenos
Incluso si al escribir hablamos de nosotros mismos, estamos ya, en el acto de escribir, hablando de otros. No hay recuento de yo alguno que no sea, al mismo tiempo y de manera necesaria, un recuento del tú, nos recordaba Judith Butler en Giving an Account of One Self.No solo es cierto que el lenguaje con el que escribimos es uno con historia y con conflicto—un lenguaje al que llegamos y que nos llega cargado de experiencia y de tiempo—sino que las historias ahí relatadas, o mejor: encarnadas, son de otros: desde los famosos relatos de las abuelas, las historias oídas al pasar, hasta los recuentos de otros libros. La figura solitaria del autor, con sus prácticas de devorador y su estatuto de consumidor genial, ha encubierto la serie de complejas relaciones de intercambio y de compartencia a partir de las cuales se generan las distintas formas de escrituras que, luego, firma como propias. El autor que apropia es, así, un encubridor en el sentido literal, y no necesariamente moral, del término. Desentrañar las materialidades inmersas en esas firmas autoriales es tarea de la desapropiación.
Escrituras geológicas
La desapropiación vuelve visible, mejor: tangible, la apropiación autorial y, al hacerlo, hace perceptible el trabajo de los practicantes de una lengua cuando otros, algunos entre ellos, la vuelven escritura. La desapropiación, así, desentraña la pluralidad que antecede a lo individual en el proceso creativo. Al hacerlo, la desapropiación expone el trabajo comunitario de los practicantes de una lengua como base ineludible del trabajo creativo. Deja ver, pues, las formas de autoproducción y las tramas en común de los sujetos colectivos de enunciación. Más que denunciar la apropiación desde un discurso adyacente (fincado, a menudo, en una misma lógica apropiativa), la desapropiación la anuncia, es decir, la pone de manifiesto de maneras estéticamente relevantes. Lejos de ser una policía a la caza de apropiaciones varias, la estética desapropiativa produce estrategias de escritura que abrazan y den la bienvenida a las escrituras de otros dentro de sí de maneras abiertas, lúdicas, contestatarias. Al generar, así, capas sobre capas de relación con lenguajes mediados por los cuerpos y experiencias de otro, las escrituras desapropiativas son escrituras geológicas. Por eso, su forma de “aparecer” suele conseguirse a través de diversas estrategias de re-escritura, dentro de las cuales se pueden contar a las así llamadas excavación, reciclaje, yuxtaposición. Si bien los protocolos académicos se sirven de las comillas y del aparato bibliográfico para dar cuenta de las relaciones de apropiación de sus discursos a través de la cita textual, las estéticas desapropiativas echan mano de recursos más amplios, más diversos, ligados, o no, a tradiciones literarias específicas y, ligados también, con más frecuencia, a la tecnología digital.
La deuda impagable
La deuda constituye la base del capitalismo post-financiero en el que vivimos. La deuda que, según Nietszche, nos volvió sociales, nos acecha como un perro hambriento a la vuelta de toda esquina. Nacemos con una deuda y, a lo largo de la vida, no hacemos sino acrecentar esa deuda. Si algo enseña la universidad con sus altos costos, sobre todo en Estados Unidos, es que la deuda no deja de crecer nunca. Al exigir un pago, la deuda nos ata, determinando cada decisión de la vida adulta. Desde la ropa hasta la casa, pasando por el auto, los objetos que nos vuelven sujetos en deuda, nos encarcelan. Por eso, en lugar de cubrir la deuda, Fred Moten y Stefano Harney proponen lo contrario en The Undercommons proponen acrecentar la deuda, volverla tan enorme que se vuelva impagable. Cuando la desapropiación se propone sacar a la luz los lazos de deuda que atan a la escritura con los practicantes de una lengua, lo que hace en realidad es impagarla. El escritor no tiene una responsabilidad con los otros; tiene una deuda con los otros. La deuda no es moral, sino material (la escritura es trabajo). Más que la prueba de esa deuda, la escritura en su forma desapropiativa es la deuda misma, la deuda en sí. Entre más grande, larga, inaudita la escritura, más grande, larga, inaudita la deuda. Cuando escribimos desapropiativamente decimos no (en)cubriremos la deuda, la descubriremos.
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