En el futuro recordaremos esos días de finales de marzo como los días que sacudieron nuestros mundos. Estábamos llenas de dolor y de rabia, diremos. Estábamos, también, llenas de esperanza. Éramos, en esos días, una furibunda vocación por la verdad. Nuestras voces atravesaban el aire y caían, redondas y firmes, en oídos ajenos. Nuestras palabras, fervientes, mal comportadas, heridas de muerte, sobrevivientes a todo, se levantaban frente a los ojos de los demás. No es que todo hubiera estado en calma antes, pero a las voces que ya se levantaban entonces, se le sumaron las de las mujeres en las áreas de la cultura y el arte, pronunciándose juntas. Todo en esos días se volvía nuestro porque era fácil decir estoy aquí, sé de lo que se trata. Nuestras historias, revueltas. Nuestras voces, a la par. Era tan difícil distinguir entre lo propio y lo de todas, diremos con esa gran sonrisa en la boca que da la comunidad.
Habíamos vivido décadas ya bajo el espantoso molar del feminicidio. Nuestras madres morían, morían nuestras hermanas, nuestras primas, nuestras vecinas, incluso nuestras enemigas morían. Morían todas; no dejaban de morir. Nos acostumbramos a mirarnos con los ojos apesadumbrados de las supervivientes: escribimos ensayos, nos unimos a grupos de acción, incluimos a más mujeres en los programas de estudio en nuestros salones de clase, alzamos la voz en muchas marchas. Pero ahí estaban, a todos lados nos seguían, esas cifras siempre en aumento. Tres mujeres al día. Seis mujeres al día. Nueve mujeres al día. En enero de 2019, 10 mujeres fueron asesinadas al día México. Era imposible no preguntarse cuándo me tocará mí. Cuándo te tocará a ti, que me miras, que estás a mi lado. ¿Cuándo nos matarán?
Cuando imperaba lar regla del silencio, esas muertes parecían irrupciones más o menos anómalas en un mundo inexplicable o irremediablemente violento. Las historias que encontraron acogida en el #MeToo mexicano trajeron a colación y pusieron en evidencia al eslabón que va de la violencia cotidiana al crimen espectacular. Todas las violencias cuentan. Hay solo un paso, y no un salto cuántico, entre el maltrato doméstico, la desigualdad laboral, el hostigamiento cotidiano, el acoso sexual, la mortificación económica, el ninguneo cultural, la falta de oportunidades, y el asesinato de cientos de miles de mujeres en México y en el mundo entero.
¿Conocíamos esas historias? Claro que sí, a veces de oídas, a veces en carne propia. Por si hubiera hecho falta rondaban por ahí los relatos de #MiPrimerAcoso y #RopaSucia, iniciativas de activismo digital que recogieron historias de mujeres en las redes. ¿Estaban al tanto los demás? Claro que sí, a veces de oídas, a veces en carne propia. Y, más allá de las pantallas, estaban los tantos grupos de acompañamiento, las madres de las desaparecidas, la Marea Verde, las que habían dicho Ni Una Más, para recordárnoslo. De ese modo, amplificando voces y extendiendo ecos de otros gritos, todas esas historias vestidas de sonido y de letra, con nombres propios e impropios en la plaza de lo público, incluido twitter, cobraron un peso que en mucho se pareció al espanto. También eso éramos, diremos en el futuro inclinando la cabeza, deseando incluso entonces que no hubiera sido real. Se trataba de un mundo fraguado con base en el silencio de las mujeres. Era un mundo que requería del silencio más íntimo de las mujeres, ahí donde son heridas de muerte, para seguir funcionando.
Y entonces pasó, diremos.
Una mujer empezó a hablar, y le siguió otra, y a ésta le siguió otra, y otra más. Eran muy jóvenes, contaremos, pero sus historias se parecían a las que venían de tanto tiempo atrás, como si todo hubiera empeorado con el tiempo. Lo supimos de inmediato: a eso no lo detendría nadie ni nadie lo controlaría. Desbordar. Rebasar. Desbocarse. Eso es un movimiento social. Nadie participa en una revuelta alzando la mano y esperando su turno para hablar. Lo que sale a la luz es humano y aterrador. Diremos, recordando ese poema de Ilya Kaminski que habíamos escuchado en vivo en un salón o un almacén lleno de gente deseando su traducción inmediata, su proliferación, sí, nosotros también habíamos vivido felizmente durante la guerra. Y cuando bombardearon las casas de los otros, nosotros/ protestamos/ pero no lo suficiente, nos opusimos pero no/ lo suficiente. Yo estaba/ en mi cama, y alrededor de la cama México/ estaba cayendo: una casa invisible tras otra casa invisible tras otra casa invisible./ Moví una silla afuera y observé el sol./ En el sexto mes/ del insufrible reino de la casa del dinero/ en la calle del dinero en la ciudad del dinero en el país del dinero,/ en nuestro gran país del dinero, nosotros (perdónennos)/ vivimos felizmente durante la guerra.
Llevábamos años sin querer la guerra, pero a donde quiera que volteábamos allí estaba la guerra, con sus fosas comunes. Con nuestros desaparecidos. Y con su dinero, sí. Con eso también. Pero ya no queríamos vivir felizmente durante la guerra. Íbamos juntas, y marchando también cada quien por su lado, en distintas agrupaciones y manadas, en contra de esa falsa felicidad de la guerra. Algunos lo reconocieron, y pidieron perdón; otros se asustaron. Otros guardaron silencio. Y entonces, entre el dolor y la ansiedad, entre el fervor y la agitación, amaneció abril y Armando Vega Gil, el músico de Botellita de Jerez, la banda con las que muchos a finales del siglo XX aprendimos la irreverencia y el desparpajo, se quitó la vida después de leer un señalamiento por acoso en @MeTooMúsicamx. Habremos de decirlo con profunda consternación, con un dolor compartido. En el futuro, haremos una pausa, y recordaremos sus palabras: “Es correcto que las mujeres alcen la voz para hacer que nuestro mundo podrido cambie”.
Y entonces, justo entonces, a inicios del mes más cruel, se volvió todavía más importante la voz, la presencia, el reclamo de justicia. Eso diremos. Todos habíamos perdido tanto con el silencio de las mujeres. Y si algunas se fueron apaleadas de regreso al silencio, y otras se aferraron incluso más a los modos autoritarios y violentos de la guerra, estuvieron también las que nos conminaron a continuar, con datos duros, con empatía radical, con la ética del cuidado como bandera. Hubo lágrimas al interior del movimiento y asambleas, contaremos. Hubo disenso. Hubo perplejidad. Y largas horas de contemplación. Y mucho trabajo, horas de diálogo e investigación, jornadas enteras intercambiando datos o discutiendo estrategias. Hubo manos abiertas. Y esta energía desatada, viva, plural, gracias a la cual logramos seguir vivas y alcanzar este futuro—en el que las leyes que garantizan un mundo sin violencia para las mujeres se ejecutan, los protocolos de lugares de trabajo libres de acoso se respetan, niños y niñas tienen igual acceso a la educación, hombres y mujeres reciben igual retribución salarial, y en el que no morimos ya, seis o nueve o diez de nosotras al día—que ahora todavía depende de lo que hagamos hoy. No es un mundo más cómodo, pero sí uno en que todo es discutido de nueva cuenta, al amparo de todos los ojos, todos los cuerpos, porque a todos nos afecta. Ese mundo, este futuro posible, requiere de todas nuestras inteligencias, saberes, ternuras, desacuerdos, asombros. Requiere de ti y de mí. Ahora. Aquí. Porque #NiUnaMás para la muerte, pero #NiUnaMenos para la plenitud de seguir vivas.
--crg