Tuesday, December 02, 2025

TIMBRE: EL VIOLENTÓMETRO

 TIMBRE

[La jornada, diciembre 2, 2025]

 

EL VIOLENTÓMETRO

 

Tal vez nadie ha hecho más en México por identificar y, luego entonces, prevenir la violencia de género que la Dra. Martha Tronco, quien en 2007 propuso la creación del Programa Institucional de Gestión con Perspectiva de Género en el Instituto Politécnico Nacional. Una vez ahí, y con base en los resultados que obtuvo de la administración de 14,000 encuestas entre los estudiantes de la institución ideadas para recabar datos fidedignos sobre las dinámicas de agresión entre parejas, la Dra. Tronco elaboró en 2009 el violentómetro—un artefacto en forma de regla vertical que permite identificar con claridad la evolución de las conductas violentas, desde las bromas hirientes hasta el feminicidio, pasando también, y entre otros, por el control y los golpes. Elaborado con poquísimos recursos pero con inigualable tesón, el violentómetro volvió legibles una serie de prácticas cotidianas que, con pasmosa frecuencia, se han confundido con conductas amorosas o cuya naturalización en nuestro entorno hace que pasen desapercibidas. No hay datos duros al respecto, pero si los hubiera se podría demostrar que, en la medida en que facilita el reconocimiento veraz e inmediato de la violencia de género, en la medida en que nos vuelve conscientes de la cercanía creciente del peligro, el violéntometro ha salvado tantas vidas como los antibióticos o las vacunas. 

Los factores que contribuyen a la continuidad de la violencia contra las mujeres son múltiples, pero entre ellas debe contarse en primera instancia a la impunidad. De acuerdo con la organización México Evalúa, casi la totalidad de las víctimas de feminicidio en México durante 2024 no tuvieron acceso a la justicia. A esto hay que añadirle que la alta tolerancia ante el sufrimiento de las mujeres sigue provocando que los familiares, amigos, vecinos, colegas de los agresores prefieran guardar silencio con tal de no alterar el estado de las cosas. Además, la violencia de género se ha acallado históricamente con gran frecuencia, ya sea por considerarla coto de la vida privada (la ropa sucia se lava en casa) o ya por haberse convertido en un componente naturalizado de la cotidianeidad patriarcal. 

Las movilizaciones feministas, y más generalmente de mujeres, han tomado la plaza pública con convicción y legítima furia durante las últimas décadas, convirtiéndose en una voz crítica y un compás moral de la realidad cotidiana, pero también han tomado de manera por demás significativa el lenguaje de todos, conminándolo a decir lo indecible. Y es ahí, en la tarea de identificar la violencia que se disfraza de “amor”, o de “cosa natural e inevitable”, o de “naturaleza humana”, o de ”así soy yo”, donde el violentómetro alcanza su máxima potencia, una fuerza que es a la vez cultural, médica, y política.  

Por eso la irrupción gráfica del violentómetro, con su diseño a la vez familiar y sorprendente, es tan crucial hoy en día. Esa regla que cambia de color, iniciando desde el verde aparentemente común del chantaje o el engaño, hasta alcanzar, en la parte superior, el rojo de la alerta máxima, nos aclara las cosas de golpe, en un abrir y cerrar de ojos. Hace un año, en la lectura performática de El invencible verano de Liliana que se llevó a cabo en las calles de Zapopan, organizada desde la Universidad de Guadalajara por la incansable Patricia Rosas y su equipo, algunas profesoras y alumnos leyeron el violentómetro en voz alta, pero lo conjugaron en la primera persona del singular. No solo resonaron en el cielo tapatío verbos en infinitivo como “golpear” o “arañar”, sino que se les conjugó en la primera persona del singular para así capturar nuestra atención reflexiva: “yo golpeo” o “yo araño”, por ejemplo. Igualmente significativas resultan acciones como las de RED Gráfica de Conciencia Social, un colectivo de diseñadoras y diseñadores que ha presentado en varios sitios “30 alertas contra la violencia de género”, una exposición de carteles que resaltan la amenaza constante y el peligro creciente de la violencia íntima de pareja. Estos trabajadores y trabajadoras del diseño han facilitado como pocos la identificación pronta, casi visceral, de esa violencia tan escurridiza como patente que nos arrebata tantas vidas. 

Debería haber monumentos a su paso. Sus nombres deberían colgar de manera visible en los andenes del metro y en las plazas y en los mercados y en los edificios de gobierno. Se tendrían que elaborar coplas sobre sus logros. Es cierto que la violencia de género es apabullante y demoledora, pero también es cierto que los esfuerzos por ganarle la batalla se suceden uno a otro, invencibles. Esperanzadores. Luminosos. Desde este Timbre va la más profunda admiración por su trabajo y el agradecimiento sincero por su visión, su solidaridad, y ese compromiso a la vez formidable y emocionante por crear un mundo sin violencia para las mujeres y hombres del futuro.  


--crg 

TIMBRE: LOS LEONES ANDAN ACÁ

TIMBRE

[La jornada, noviembre 2025]

 

LOS LEONES ANDAN ACÁ

Marosa Di Giorgio, poeta uruguaya, siempre escribió cosas raras. Lectores y críticos varios no han dudado en calificar a su escritura en general, y a su poesía en particular, de idiosincrática, surrealista, inclasificable y singular, agregando con frecuencia que no se parece a nada o nadie más en el mundo. Algunos, como Adam Giannelli, quien tradujo una selección de sus poemas al inglés y escribió la introducción de Diadem (Boa Editions, 2012), ha destacado la atención que exigen sus palabras “no como significado, sino como significante, su poesía como un acto”. Algo hay de todo eso en esos poemas de entrecortadas líneas largas, de encabalgamientos súbitos, puntuación aleatoria y conjugaciones verbales inesperadas. Algo, también, en la vegetación exuberante que entreteje sus páginas, llenas también de murciélagos y liebres y vacas y leones. Me interesan, sobre todo, esos leones sucios y dorados que acechan una casa. O que siempre acecharon. En realidad, Di Giorgio no utiliza el verbo acechar, sino otro mas circular, de tonos acaso más obsesivos: rondar. Según la Real Academia de la Lengua, rondar es dar de vueltas alrededor de algo o alguien con el fin de conseguir algo. Lo que ronda amaga, entre otras cosas. Rondar podría ser lo mismo que velar o vigilar, insistir o asediar, dependiendo del contexto o del motivo. También rondan los que pasean de noche por las calles. Pero los leones de Di Giorgio, esos de los que “siempre se dijo que rondaron siempre”, no andaban de paseo nocturno puesto que, cuando lograron por fin entrar en la casa, se robaron la leche, cortaron la carne ajena y se comieron en frío a la abuela obscura, “la que tenía una guía de rositas alrededor del corazón”.

                  ¿Pero acabaron con ella en realidad? 

                  ¿No fue todo un simulacro? 

¿No tornó ella a la casa después de haber sido devorada para decir, en la línea final del poema, que los leones ya están acá? 

                  “Los leones rondaban la casa”, publicado originalmente en 1987, formó parte del libro La Falena, pero yo no llegué a él o él no llegó a mí sino hasta años más tarde, cuando la editorial argentina Adriana Hidalgo Editores publicó lo que describió en su momento como la edición definitiva de Los papeles salvajes, una antología en dos tomos de la poesía completa de Di Giorgio, cuya primera versión uruguaya databa de 1971. Algo debieron haber tenido esos bellos leones de ojos como perlas y cabelleras áureas porque, entre la profusión de seres oscuros y alados, extraños parientes evasivos, plantas ecuménicas y raíces verdosas, ellos se las arreglaron para anclarse de manera definitiva en la memoria. Me acuerdo de ellos de cuando en cuando, sobre todo al divagar sobre la escritura. Y saltan entonces al abismo del lenguaje sin red de protección mientras me pregunto si las relaciones entre la escritura y el mundo tienen esa cadencia musculosa, radial, inquietante, repetitiva, pródiga y mortífera de los animales que rondan. 

Supongo que mi respuesta es que sí. 

Acudo ahora a los leones de Di Giorgio para presentar la columna quincenal que da inicio hoy en La Jornada, cuyo nombre, sin embargo, es otro. El nombre es Timbre. Porque aprendí desde muy niña que el “dispositivo pulsador” anunciaba cosas impostergables, como la entrada a clases, pero también momentos de regocijo y libertad, como el recreo. Porque el timbre, esa palabra grave que no lleva tilde, se refiere también al sello con el que es posible finalmente enviar un mensaje y, polisémica como pocas, también hace ayuda a distinguir la calidad del sonido y, si así fuera necesario, a diferenciar la voz. Alguna vez, en una pequeña ciudad del norte, hice lo que tantos niños traviesos: tocar el timbre de una casa cualquiera y salir corriendo, exultante por la trasgresión. Uno crece, uno madura: ahora tocaré el timbre como entonces, pero con palabras. Y esperaré a que los habitantes de esta casa que es la lectura abran la puerta para, tal vez, vernos a la cara. Quizá platicaremos; quizá no. En todo caso, algo puede acontecer mientras vamos del aparato eléctrico a la tinta del sello a la cualidad acústica. Ese acontecimiento me anima a iniciar y a mantenerme en vilo, rondando.  

¿Y si fueron, en realidad, leonas? 

Regreso a Marosa Di Giorgio ahora, para despedirme por primera vez. Es difícil sacarse a ese poema de la cabeza porque, a veces, la escritura no es más que uno de esos animales que curiosean los perímetros de la casa que es el mundo, tratando de enterarse de lo que sucede ahí adentro, detrás de las ventanas. Aunque también porque, en otras ocasiones, la escritura espía, ansiosa y repetitiva, incapaz de dar cuenta de lo que pasa e incapaz, igualmente, de dejar de insistir. En otras ocasiones, se convierte en esa criatura que finalmente se las arregla para entrar, en el mundo o en nosotros, provocando con su presencia pánico y desorden, preguntas imposibles o críticas desatadas. Futuros en potencia. Luego pasa lo contario: el mundo muta y se transforma en una manada de fieros seres indómitos  que, hermosos y letales, asolan a las palabras, provocándolas, fustigándolas, incendiándolas a su modo. Al final, tal vez no nos queda otro papel en esta danza sombría más que el de la abuela que es devorada, o que parece ser devorada, en este simulacro donde morimos, pero en realidad no morimos, o donde morimos, pero tornamos del más allá para enunciar lo obvio: que los leones ya están acá. 

Dice Di Giorgio, además, que “los leones eran al mismo tiempo, presentes e invisibles, al mismo tiempo visibles e invisibles”, acaso como nuestros deseos más preciados o los miedos más ocultos. Tal vez como las emociones mismas o las ideas que nos marcan a rasguños. O como el placer. O la violencia. O la pausa donde, a veces, se mece la imaginación. 

Se me antoja pensar en este Timbre quincenal como un esporádico merodeo de criaturas indóciles: una forma de exponerse y de resistir, de pensar en plural, de interrogar y subvertir, si eso es posible, el aquí y el ahora. 

 

Los leones rondaban la casa./  Los leones siempre rondaron./  Siempre se dijo que los leones rondaron siempre./  Parecían salir de los paraísos y el rosal./  Los leones eran sucios y dorados./  Ellos eran muy bellos./  Los ojos como perlas. Y un broche brillante en el pecho entre aquel pelo áureo./  Los leones entraron a la casa./  Corrimos a esconder los floreros de sal, de azúcar, el cometa Halley, las queridísimas sábanas nevadas, la colección de estampillas. Y a traer los sudarios./  Los leones eran al mismo tiempo, presentes e invisibles, al mismo tiempo, visibles e invisibles./  Se oía el rumor de la leche que robaban, el clamor de la miel y la carne que cortaban./  Llevaron hacia afuera a la abuela oscura, la que tenía una guía de rositas alrededor del corazón./  Y la comieron fríamente. Como en un simulacro./ Y -como si hubiese sido un simulacro!- ella tornó a la casa y dijo: -Los leones rondaron siempre. Están delante de los paraísos y el rosal. Dijo: -Los leones ya están acá. 


--crg