Wednesday, July 15, 2009

A STAGE FOR PRODUCTIVE INTERPLAY BETWEEN SUBSTANTIA HUMANA AND SUBSTANTIA RERUM

[texto para ser leído a dos voces dentro de una cocina, de preferencia mientras el agua del grifo corre]

Jessenice--
Trzic--
--Blelburg
--Eibiswald
Gornia Radogna--Radkersburg

[Yugoslavia--Austria]

--crg
EL FIN DE LA MEMORIA: "Tercer Mundo" de Cristina Rivera Garza
[Texto presentado por Ignacio Sánchez Prado en el XIV Congreso de Literatura Mexicana Contemporánea. El Paso, TX 6-8 de marzo de 2009]

En el medio de un mundo profuso y vertiginoso como la poesía mexicana contemporánea, la labor implícita en una lectura crítica está casi siempre destinada a una fragmentaria precariedad. La enorme cantidad de volúmenes y antología publicados cada año bajo el inconmensurable cielo del subsidio estatal, aunada a la paradójica, casi proverbial, escasez de lectores, vuelve casi imposible la tarea de identificar y poner en juego semántico los breves momentos de intervención y lucidez, suscitando en el medio crítico un debate, tan constante como abstracto, sobre poéticas que rara vez exceden la autorreflexividad. Como respuesta tentativa a esto, el presente texto acude a un imperativo utilizado por el escritor cubano José Prats Sariol en su último libro de ensayos y que, a mi parecer, debe considerase esencial a la crítica poética de hoy: No leas poesía. Más que plantear una lectura generalizada sobre un medio poético ahogado en sus preocupaciones metalingüísticas y en los debates de un campo intelectual autónomo y altamente institucionalizado, creo más significativo detenerse en textualidades que introducen cortocircuitos al discurso poético de una determinada tradición, aquellas que, desde la voluntad autodestructiva del discurso que James Logenbach llama “la resistencia a la poesía”, introducen momentos de potencial renovación a un fluir discursivo que parece estancarse en su propia contemplación. En este espíritu, quiero proponer en lo que sigue la lectura de un poema excepcional, en los dos sentidos del término, a la poesía mexicana contemporánea: “Tercer Mundo” de Cristina Rivera Garza.

“Tercer Mundo” es un poema narrativo y distópico, que, en cinco movimientos, narra la invasión de la Ciudad de México de parte de los habitantes de sus cinturones de miseria. El poema abre con una descripción de este espacio: “Estaba en una orilla de la orilla/ a punto de existir y no existir como la fe/ un tendajo rodeado de isletas miserables de maíz y guajolotes hambrientos./El Tercer Mundo era una casa sin techo/ El Terzo”. La carga semántica del término Tercer Mundo funciona aquí como un movimiento alegórico en el que los habitantes de las orillas de la ciudad aparecen como representantes de las masas excluidas a nivel global. La elección de un término con una carga simbólica tan amplia y con un cierto grado de anacronismo otorga al poema un cierto aire irónico, fundado en una significación paradójica: Por un lado, el término “Tercer Mundo” describe el espacio desde la perspectiva de los privilegiados, enfatizando en sentido de resto que el término tenía en su acepción original. Por otro, al introducir cierta duda en el uso del término, a partir de su derivativo “El Terzo”, el poema establece la posibilidad de deconstruir la dimensión marginal de dicho espacio y, eventualmente, adoptar la perspectiva de los marginados. El italianismo “Terzo” implica una primera transformación semántica del Tercer Mundo a través de un vocablo que le otorga cierta significación estética, un término que puede ser utilizado para un movimiento de una sinfonía, por ejemplo. Esto permite a Rivera Garza la configuración de su espacio como un espacio semi-mítico, donde la pobreza material se engarza con una esperanza emancipatoria administrada al lector en cuentagotas: “Vamos al Terzo, murmuraban, con la determinación de los que colocan bombas o van abajo hacia el eterno hacia el primigenio sin llegar”. Este carácter mítico se refuerza formalmente por la utilización de versículos de estructura bíblica. De esta manera, el poema comienza su movimiento a través de un espacio mítico que contiene, simultáneamente la pobreza y su redención, un espacio que, en su momento inicial, se define principalmente por su carácter exterior a la urbe: “Afuera, al otro lado de la orilla, la ciudad más grande del mundo mentía”.

Este trabajo topológico ubica a Tercer Mundo dentro de algunas corrientes de la escritura poética latinoamericana. En su lectura de dos poetas peruanos, Enrique Verástegui y Carlos Oliva, Jill Kuhnheim identifica una nueva tendencia de poesía urbana que busca dar cuenta de fenómenos como la economía informal y que “traza el movimiento de poblaciones nacionales marginales al centro” (114). En cierta medida, Cristina Rivera Garza participa en esta tropología, pero con una diferencia fundamental: mientras Kuhnheim subraya de manera repetida el hecho de que los poetas peruanos no tienen un momento de redención, “Tercer Mundo” es, de hecho, un texto que habla de la configuración política de los sujetos del margen. Dicho de otra manera, Rivera Garza trabaja en “Tercer Mundo” con una nueva forma de configuración poética de lo político donde, al igual que sus contrapartes peruanos, existe un rechazo abierto a narrativas modernas de redención social, como el indigenismo o el socialismo, pero donde este rechazo no conduce en última instancia a una renuncia a la poesía política.

[el texto completo se puede leer en www.ignaciosanchezprado.blogspot.com]

--crg

Tuesday, July 14, 2009

PASEAN POR EL BORDE DE LO QUE QUEREMOS DECIR I

exto para ser gritado a dos voces desde puntos muy lejanos de un paisaje rural, de preferencia con la interferencia de árboles en un día de mucho viento, o de un paisaje urbano, de preferencia a ambos lados del freeway a la hora pico]

Maicao--
Petrolea--
Puerto Villamizar--
--San Juan de Colón
San Antonio de Tiachira--
--Rubio
Chinacota--
Toledo--
Arauquita--
Arauca--El Amparo de Apure
Nueva Antioquia--
Puerto Carreño--Puerto Páez
--Puerto Ayacucho
--Samariapo
--Morganito
Puerto Nariño--
--San Fernando de Atabapo
--Maroa
San Felipe--San Carlos de Río Negro
--Santa Rosa de Amanadona

[Colombia--Venezuela]

--crg
LA SAL SOLUBLE DE LOS SOLITARIOS

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

"Así que esto es lo que la gente hace sola en sus vidas”, expresaba, no sin un trémulo asombro, un contenido personaje de Don DeLillo. La cita es de memoria, así que no recuerdo el título de la novela ni los nombres de los personajes ni la escena específica, pero recuerdo las palabras tan claramente como el primer día que se incrustaron en mi esfera de percepción. “Así que esto es”, parecía expresar el pasmado narrador en una quietud que en mucho se asemejaba a la quieta rutina que registraba desde su omnisciencia limitada (siempre me lo imaginé invisible casi, en la esquina de un cuarto sin muebles). No había en esas palabras ni pesar ni condescendencia ni juicio moral alguno. Había, en cambio, sorpresa, una especie de extrañada admiración. Algo de empatía. Los ojos abiertos; la boca. No son éstas, por supuesto, las reacciones que típicamente provocan las personas solitarias en el mundo contemporáneo. Al contrario, en una sociedad que diagnostica la soledad como una patología, los solos suelen suscitar o suspicacia o pena ajena o, de plano, terror. Nada más enigmático que la persona sola. Nada más inquietante.

¿Cuántas películas sobre asesinos seriales no incluyen a la soledad, especialmente al aislamiento infantil, como la causa del origen y eventual desarrollo de las características anti-sociales que llevarán, de preferencia de manera directa, a la trasgresión y el crimen? ¿Cuántas veces no voltea uno a ver, ya con curiosidad o con alevosía o con lástima, al comensal que saborea sus alimentos en la parsimoniosa compañía del aire en la mesa de un restaurante? ¿A cuántas personas se les felicita por haber logrado salvar su soledad de la misma manera en que a otros se les congratula por trabajar (así se dice ahora) en su matrimonio? ¿Por qué es que sale siempre más barato alquilar un cuarto para muchos en un hotel que un cuarto para uno? Los ejemplos abundan. Estigmatizados como anomalías peligrosas, discriminados por su falta de pericia social, relegados porque no hay nadie a su lado que los defienda o los vuelva más, los solos sufren con frecuencia los tratos comunes a las minorías raciales o étnicas o de género. Tal vez por eso no son muchos los retratos que hagan justicia a ese estado acaso intransferible pero definitivamente complejo que el solitario no comparte con nadie.

De ahí que Párpados Azules, la ópera prima que Ernesto Contreras estrenó exitosamente en 2008, resulte tan peculiar. Estelarizada por dos solitarios, esta película no podía ser sino una anticomedia de amor. De expresiones sutiles y ritmos morosos, rutinarios y silentes hasta le exasperación, los personaje principales se encuentran a pesar de sí mismos en una ciudad que, bajo la vista de los solos, ha dejado atrás la velocidad y las muchedumbres para convertirse en un páramo que habría complacido sin duda a un tal Pedro (y que acaso prefiguró los paisajes de la ciudad bajo el embate de la influenza). A contracorriente de los métodos y formas de cierto cine mexicano de nuestros días (qué lejos el trepidar belicoso de Iñarritu; qué fuera de foco la imaginería de Del Toro; aunque, para bien, qué cerca de los rostros que aparecen, como por encanto, frente a la cámara de Francisco Vargas), estos párpados se abren y cierran con una delicadeza casi de otro mundo, atestiguando con su debida distancia y también con su debida intimidad el acaecer ant-iclimático de la vida solitaria. Como si Saturno los divisara desde las alturas antes de devorar sus cuerpos, los solitarios son avizorados por la cámara en tomas verticales que los hacen aparecer más pequeños. Y, luego, transformada de súbito en una Grildig de diminutas proporciones, la cámara captura los gestos de una mano —esos dedos que se ocupan de deshilar un mantel poco a poco— con el cuidado sólo ofrecido a Gulliver.

¿Así que esto es lo que hace a solas en su vida el oficinista en quien nadie repara y la empleada que pasa desapercibida? El espectador se ve tentado a hacerse estas preguntas con un asombro que en mucho me recuerda las palabras del personaje inolvidable y, sin embargo, tan difícil de precisar que inventara Delillo. Los solos se van en medio de las conversaciones hacia mundos que no comparten. Fuga sideral. Los solos, que se apegan poco a las cosas o a los seres, olvidan con facilidad. O, anclados en eras específicas del pasado, recuerdan una y otra vez los mismos nombres, los mismos gestos, los mismos espectros. Desacostumbrados a los ritos de la plática, los solos dejan pasar esos largos minutos silenciosos con un estremecimiento apenas. Y luego, en las pocas ocasiones en que se deciden a remontar la elevada montaña de la conversación, no dejan de caer de bruces en el ridículo o en la abyección o, a veces, las menos, en la simpatía de los iguales. Evitando la psicología fácil (hay que agradecerle al guionista y director que no explique el origen de la soledad de sus personajes como si se tratara de un diagnóstico médico y social), los personajes “no saben” por qué son así, pero tampoco parecen obsesionados por saberlo. Sus batallas son otras, y se llevan a cabo detrás de esos párpados azules que no pocas veces le pertenecen a la imaginación.

Solitario era, después de todo, el observador obsesivo aquel que, después de pasar horas con la cara pegada al cristal de la pecera del acuario parisino, terminó convertido en un ajolote. Solitario hasta el hartazgo era también el hombre que, dentro de una casona de Puente de Alvarado, se detuvo fascinado frente al jardín que lo empujó al encuentro de esa otra gran solitaria que fue Carlota. Solitarios, en fin, los mexicanos que perdieron una nación en 1521. Y no lo digo yo, sino esos autores anónimos de Tlatelolco que redactaron, en náhuatl, la relación de la conquista en 1528: “Golpeábamos en tanto los muros de adobe, y era nuestra herencia una red de agujeros. Con escudos fue su resguardo, pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad.”

--crg

Sunday, July 12, 2009

EL ADJETIVO INTERIOR

[ponencia de Omar Miranda Flores en el 2ndo Coloquio de Verano en el contexto del Instituto Hispánico de Verano en UC-Santa Bárbara]

"La muerte me da (2007), de la escritora mexicana Cristina Rivera Garza, es una novela de detectives. En principio, fiel a su género, encontramos en ella un crimen, las pistas intencionadas hacia una posible resolución de ese crimen, y a los personajes característicos de este tipo historias: una detective y su asistente, una periodista, una testigo, un amante, y por supuesto el asesino serial. Desde aquel Arthur Gordon Pym, del gótico Poe, hasta el justiciero encapotado de la gótica ciudad, de Miller o Moore, el género se ha vuelto genérico y de fácil lectura. Sólo que Cristina Rivera Garza no gusta de los libros fáciles; es más, desconfía de los libros que se dejan leer con facilidad. Al menos así lo declara en La Mano Oblicua, su columna de los martes del diario Milenio. Rivera Garza sospecha del libro que le pide “como un amante celoso, una atención única, y además, pasiva; […] del libro que, aspirando borrar el mundo que hace posible su lectura, cree que puede sustituirlo; […] del libro que inicia sin otro objetivo más que el de llegar a su fin.”

Y es que a esta novela detectivesca de Cristina Rivera Garza, a La muerte me da, le importa poco o nada llegar a su fin. El viaje de esta lectura abandona la horizontal para buscarse en el vértigo de las exploraciones verticales. De tal modo, la escritura deja de ser mera concatenación sintagmática. El adjetivo, además, adquiere un rol primordial: se convierte en el agente de un viaje al interior del ser u objeto por él definidos. En La muerte me da, la escritura es sustancia (y el adjetivo de esa sustancia), es cuerpo (y el olor de ese cuerpo). Pero sucede que los cuerpos, en esta novela, se descubren irremediablemente mutilados. El drama del adjetivo consiste en que está condenado a ser apenas la sombra de aquello que intenta atrapar, la sombra de una sombra de una sombra; en no poder ser jamás el objeto mismo; en quedar atrapado en la voracidad de la entropía, en la ironía de la inapelable sucesión.

El cuarto capítulo de La muerte me da, titulado “El anhelo de la prosa”, tiene la forma de un ensayo escrito por el yo ficcionalizado de Cristina Rivera Garza, la testigo y narradora en esta historia detectivesca. Es un ensayo que trata sobre la poeta argentina Alejandra Pizarnik y su anhelante búsqueda por una prosa ideal. La Cristina crítica literaria de ese apartado, hace una certera descripción de la prosa que legó Alejandra Pizarnik, una descripción que bien puede aplicarse al tipo de escritura hacia el vértigo de lo interior de la Cristina que escribe. Toda gran novela, dicen, contiene su propia teoría. Cito:
“Alejada de la linealidad que suele asociarse con la narrativa y fuera también del campo de influencia de la anécdota, la prosa pizarnikiana [como la de Rivera Garza] corta con frecuencia los hilos del significado del lenguaje a través de líneas o párrafos que toman la forma de fragmentos. La estructura que congrega a estas partículas textuales responde más a las yuxtaposiciones espaciales de un collage que a las sucesiones temporales o lógicas de un relato.” (184)

El apartado noveno, en el primer capítulo de La muerte me da, se titula “El adjetivo que corta”, y se nos presenta como una lista de los atributos que la narradora percibe de su compañero, los cuales son igualados con dos puntos a los adjetivos que ella les adjudica a dichos atributos. Así: “La voz: de otro mundo, al ras del suelo, repentina.” O: “La boca: carne de mi carne, estriada, abierta, nerviosa.” Y también: “La risa: interminable, discreta, se-aproxima.” Y más delante, de nuevo la boca: “carnosa, abierta, ávida, nerviosa, imperial, ensalivada, más abierta, denotativa, sin más-allá” (47-8).

El adjetivo (o a veces un complemento predicativo, pues para este caso su función es la misma) sólo logra ser unívoco en el aquí y el ahora; pero en un lugar muy pequeño, demasiado pequeño, del aquí y el ahora. Al respecto, un enunciado memorable de Rivera Garza, cuando uno de sus personajes (el o la asesina) describe el filo de una navaja: “¿Habías notado que todo centro, cuando es centro, está vacío?” (85) ¿Y qué es un vacío? Una pista, lector detective, la encontramos en los siguientes cuatro versos de Alejandra Pizarnik, los cuales aparecen en las primeras páginas de La muerte me da. Cito: “Cuídate de mí, amor mío / cuídate de la silenciosa en el desierto / de la viajera con el vaso vacío / y de la sombra de su sombra.” (22-3)
Estos versos de Pizarnik son el primer mensaje dejado al lado de un cuerpo mutilado. Quien comete los asesinatos, por el mero hecho de escoger estos versos, proclama para sí tres epítetos, tres nombres, tres adjetivos. El segundo es una imagen recurrente a lo largo de la novela: el vaso vacío, la falta, el anhelo por llenarse ¿con qué?, ¿con lo otro? En la novela, el acto sexual es descrito en varios momentos como un círculo completo: el lugar donde el vaso se llena. Otro enunciado memorable: “Sólo el acoso de la muerte nos avienta con tanta furia hacia el cuerpo desconocido” (49). ¿La muerte me da porque me sucede?, ¿o será que la muerte me da un ansia de llenar el vaso vacío?, ¿o que la muerte me da precisamente eso que llena?

A diferencia de sus congéneres novelas de detectives, en La muerte me da el nombre del asesino serial y la consiguiente resolución del crimen (tras haberse atado los cabos sueltos de las pistas sembradas por la escritora, esa otra detective) están lejos, muy lejos, de ser el porqué de la novela. Ni siquiera sabemos si tratamos con un asesino o con una asesina. Sabemos que las víctimas son hombres (cuatro), que todos fueron castrados, que el miembro mutilado de las víctimas masculinas se lo queda el homicida, y que este o esta homicida deja, a manera de macabra firma, macabros versos de la macabra Alejandra Pizarnik; macabros por sí mismos, dado el surrealismo irreverente de la poeta, y por el contexto donde son ubicados.

Sospechamos que se trata de una asesina, sobre todo, porque ésta decide ponerse en contacto con la narradora y testigo --el yo ficcionalizado de Rivera Garza-- por medio de una serie de mensajes escritos desde una voz femenina. Sin embargo, como el asistente de la detective lo deja entrever, bien podría tratarse de un [cito] “hombre que quiere recuperar algo que es suyo” (145); pues la envidia del pene podría no ser sólo asunto de mujeres. Además, ya sabemos que el travestismo epistolar ya se practicaba desde los tiempos de la Décima Musa. ¿Un castrado vengativo, quizás?

Pero la identidad del asesino, ya lo sabemos, importa poco; y mucho menos su nombre. Si los mensajes los firma Gina Pane o Joachima Abramövic, o cualquier otro nombre, da lo mismo. El alguien que castra habla en otro de los mensajes sobre la concepción de sus nombres transitorios: “Un día encontré el nombre y lo tomé. Y me vi al espejo. Joachima, me dije. Y Joachima fui” (81). Los nombres, como cualquier otro adjetivo, limitan, constriñen. Si tuviéramos la memoria de un Funes, sabríamos que no nos alcanzarían todas las palabras, ni las permutaciones de sus letras, para terminar de nombrar al árbol, para hacerle justicia al árbol con un nombre verdaderamente denotativo. Salvo Valerio, el asistente de la detective, los personajes de La muerte me da son nombrados por atributos pasajeros, por epítetos más bien circunstanciales, y no por un nombre común; y no por un nombre que condene y cree expectativas inconscientes (la periodista de la nota roja tiene que aclarar que realmente es periodista, a pesar de escribir la nota roja). O peor aún: un nombre susceptible de ser desmembrado; como lo hace la propia narradora testigo cuando aparece el apellido Cortázar en uno de los poemas con que firma ese alguien que comete los crímenes: “Un cortar y un azar –palabras que, en ese momento, carecían de toda inocencia” (32). La feliz manía por desmembrar.

El último mensaje de la homicida describe cómo el papel donde está escrito ese mensaje, puesto contra el cristal de la ventana donde vive la testigo, será encontrado por ella y la detective; predice cuáles serán las reacciones de éstas, cómo se sentirán al descubrirlo, cómo tomarán el papel. “El mensaje es intocable. El mensaje está al otro lado del vidrio” (97), concluye la nota. Es un intento deliberado por unificar el momento de la escritura con el momento de la lectura. ¿Para qué? El séptimo mensaje puede darnos alguna luz al respecto.

La nota inicia con un párrafo como brotado de un sueño, un párrafo críptico que alguien debe abrir. Luego, ese alguien que también asesina y deja recados (y que si los escribe es porque quiere ser leída) pretende mostrarle a la Cristina personaje el arte de desmembrar; no hombres sino escritura, afortunadamente. La escribidora de recados se adentra en el párrafo como quien observa una figura fractal, y se lanza con furia hacia siete cuerpos desconocidos. Un par de ejemplos: Para la primera víctima, el primer cuerpo semántico, la asesina propone: “Las muñecas desventradas: ¿y no es un hombre sin pene una desventrada muñeca?” (87) Para la segunda víctima verbal: “La desilusión al encontrar pura estopa: porque cómo duele, ¿verdad, Cristina?, encontrar cuando se encuentra pura estopa” (87). Vasos llenos de nada.

Y luego, ese alguien que ahora se hace llamar Lynn Hershman (como la artista conceptual estadounidense) afirma que:
“El que analiza asesina.
Estoy segura que sabías eso, profesora.
El que lee con cuidado, descuartiza.
Todos matamos.
Esto es una navaja, no una broma.” (88)
Y así, el momento de la escritura se empalma con el momento de la lectura, para ponerle al lector en las manos el filo imposible de una palabra. El libro difícil, la escritura cruda, es el arma homicida; y el lector, un anhelante vaso vacío. De tal modo, el verdadero crimen, el que cuenta, el que duele más, no ocurre en la anécdota de la novela, como lo hacen los libros sospechosos que se dejan leer fácilmente. El que lee con cuidado, descuartiza.

Si se lo mira fríamente, todo crimen premeditado es una instalación. ¿Será por eso que la asesina eligió llamarse Lynn Hershman? Un asesino serial se preocupa por los detalles tanto como el artista, para que concluido el asunto venga alguien a leer la macabra a-puesta, expresiva al fin. Y es así como las detectives se convierten en espectadoras. La detective de La muerte me da camina por la escena del crimen como quien leyera El Pedro Páramo, con la misma maravilla en la mirada. A propósito, “el abandono en que me tuvo, se lo cobro caro” (140), le dice el rencoroso padre de la tercera víctima a la detective, cuando ésta fue a visitarlo para recabar información. Los abandonados son también vasos vacíos.

Pero volviendo a la detective espectadora, cuando ésta regresa al Callejón del Castrado (ya lo llamaban así) donde ocurrió el primer crimen, por donde Cristina la testigo corría al inicio de la novela el día que se topó con el bulto que era un cadáver (es mi primer cadáver, declara, el primero que encuentra quiere decir), el callejón donde alguien dejó un poema en los ladrillos de la pared de un restaurante chino, en “palabras diminutas, pintadas con esmalte para uñas color coral” (22), (la nota roja, quizás), cuando la detective espectadora vuelve a ese lugar de la instalación, enuncia en voz baja: “Ya tienes una audiencia”, lo dice para ese alguien que desmiembra cuerpos como palabras, “Sal que me muero de ganas de aplaudirte” (129). Pues resulta que yo quiero decirle lo mismo a la escritora de los libros difíciles".

--crg
THROUGH THE CUTLERY

[Un día aconteció después de soñarlo muchas veces: ahí, entre el público, sentado frente a un texto, se encontraba uno de los personajes de libro. Nicola Gavioli--nacido en Italia, residente de Lisboa, estudiante en Santa Bárbara--tomó el micrófono y se describió: se trataba de un personaje definitivamente menor, al que le había puesto yo poca atención durante los días vertiginosos de ese libro, mencionándola de paso e, incluso entonces, en el plural omnívoro dentro del cual todo pierde importancia. Era una de esas chicas de pelo lacio y pecas que se esconden tras de otras chicas de pelo lacio y pecas. Nicola, escribiendo por primer vez en español, escribió lo que sigue abajo (una ponencia ¿experimental? en el 2ndo Coloquio de Verano del Hispanic Institute en UCSB). Nicola, que existe. Nicola, que definitivamente es real. Las negritas son mías]

"Si me lo piden, si lo quieren saber y si el chico en frente de mí que no conozco y que contesta a todas las preguntas como un siervo en esta aparatosa y enormísima clase, si levanto mi cabeza y no me duele de repente, puede ser que lo diga: Yo, yo tengo miedo de Cristina Rivera Garza.

Poco me importa interrumpir ahora la clase: esto es el trabajo de nosotras las gorditas y torpes criaturas de los últimos bancos. Siempre decimos que sí con la cabeza para demostrar que entendimos, o para acompañar a lo que estos chicos y estas chicas furibundas teorizan sobre temas como el género de la escritura, pensadores franceses y otras indigestiones, otros delirios de protagonismo. Cuando nosotras hablamos, lo hacemos para decir lo que se queda fuera de lugar, lo que es infantil, detectando la mirada oblicua de ángel decaído de las compañeras lésbicas militantes de cabezotas teoréticas. Pero no hablo. Hoy tampoco voy a hablar. Pienso levantarme hoy, pero después de la clase, después de copiar la tarea escrita en el pizarrón, como una buena chica. Ayer algo pasó aquí. Y en mi vida. Una mujer, una mujer que nunca había visto, levantó la voz y miró a la profesora Rivera Garza. Le preguntó en tono polémico (y resonó como un disparo : “¿Pero usted. Usted misma. ¿Usted escribe como mujer?…Usted escribe…Debe tener una posición al respecto”) provocando una reacción de general estupefacción. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué hacia aquí? Su voz, su mirada segura quebró una pared sutil, reveló una sorprendente fragilidad. Descompuso un orden. Me pareció que al final de la clase ella quiso hablar un poco más con la profesora. Traía un mantel. Pareció de repente más tímida. El mantel agigantado, la cara mirando para abajo para remediar, para pedir perdón, tal vez. Ya se conocían . La mujer después se fue y con ella también las cabezonas de mis compañeras.

Nunca había hablado a solas con la profesora. Pero yo también quería tomar mi venganza, aprovecharme de su fragilidad en su horario de oficina. Ayer, en el día de mi pequeña revolución. En eso de una distracción suya, preguntándole sobre el trabajo final para su clase, le robé unos papeles que tenía en su mesa. Un gesto absurdo, irremediable. Yo sí tengo miedo de Cristina Rivera Garza. No debe haber descubierto todavía la falta, sus papeles que llevo en mi mochila. Ninguna sospecha en su cara, en su voz. Ha dado su clase como siempre pero la mujer, la de la pregunta revolucionaria, ya no estaba.

Pasé la noche de ayer casi insomne. La verdad es que esas hojas que le robé a la profesora me regañan. Continuamente me duelen en la mochila y en las sábanas de mi cama, cuando se apagan las luces de la casa. Todavía no se escucha la rumba molesta de mi hermano, su sueño de animal terciario, sus ruidos de macho. Sus narices de caballo asfixiado. En la hora en que se paga cuando una es descubierta leyendo. Importunada. Hombres y mujeres padecen de un mal al que nunca le vamos a dar la vuelta. Mi hermano y su nueva yegua, en la cama. Yo y mis papeles robados. Una rabia de destrucción, de venganza también contra él. No fue descubierta hoy, pero mañana va a ser el día. Cristina Rivera Garza y sus papeles. Que rara empieza esta historia de la profesora. “Pero si es un cuerpo”. Una mujer descubre el cuerpo de un hombre castrado, tan joven que pudiera ser mi hermano en la habitación de lado. Ahora escucho, finalmente. En mi cabeza también esta película, Párpados azules, dónde también la menor de las mujeres, una Giulietta Masina sin talento para la felicidad (una de nosotras), tiene su pequeña explosión y su pequeña esperanza. Gracias a un evento incontrolable, un pajarito que la estrangula en una historia que parecía no merecer. Un evento incontrolable como la castración de ese chico del libro. A la profesora también le gustan las historias de terror. ¿Le gustará Stephen King? No sabía que ella escribiera esas cosas. Me voy a quedar muy mal esta noche. En estos papeles hay algo que me da nervios. Una cosa rota y abierta, escribe ella. Un cuerpo abierto, unas cosas rojas en la calle y mis manos protegiendo hasta lo que no tengo. Las sábanas iluminadas cuando pasan mi padres frente a la puerta de mi habitación, con mi cabeza abajo para defender mi derecho de leer por la noche, a pesar de la escuela temprano por la mañana. Fragmentos y fragmentitos malvados, los de Rivera Garza. Esas manos asesinas del mal, en los callejones como víboras. Y la muerte, sobre todo. En la noche desmesurada de la Ciudad de México.

He hecho una vez una búsqueda sobre el tema del mal en la literatura. Todavía tengo el artículo… Aquí está. Mario Vargas Llosa, hablando de su colega Coetzee. Me gustan los escritores que hablan de otros escritores. Los artífices pensando en la materia de su propio trabajo, en el momento de poner sus manos en el motor de la máquina. Escribe Vargas Llosa que su colega Coetzee quiso hablar del mal en una conferencia en Tilburg pero leyendo las palabras de una máscara, de un personaje imaginario, un personaje de su ficción llamada Elizabeth Costello. “En vez de abordar de frente el asunto del mal, Elizabeth Costello lo hizo de manera indirecta, refiriendo el sufrimiento, el bochorno y la vergüenza que padeció leyendo una novela de Paul West, The Very Rich Hours of Count von Stauffenberg, en la que el novelista inglés describe (o, más bien, inventa) la manera como fueron perseguidos, torturados y ejecutados los participantes en aquella fracasada conjura para asesinar a Hitler. “¿Por qué me hace esto a mí?”, se pregunta Elizabeth, sublevada de horror, al verse arrastrada en las páginas del relato a esos sótanos de infierno donde debe ser testigo de la minuciosa violencia que debieron sufrir aquellos hombres, y de la innoble, ignominiosa muerte que les infligieron los verdugos. Que la novela la someta a semejante degradación y crueldad la veja y la ofende. La palabra que inmediatamente viene a su conciencia es: “Obsceno”. Paul West ha cometido una obscenidad exponiendo a la luz pública aquellas escenas que expresan las peores formas de la vileza y el sadismo de que es capaz el alma humana. A ella, esa lectura no la ha enriquecido en modo alguno; más bien, la ha ensuciado enmelándole el espíritu con algo de las miasmas de inhumanidad y salvajismo que exhalaban sus páginas. Y, entonces, la novelista australiana se dice que, así como certa literatura hace a las gentes mejores, otra las hace peores y que ello, evidentemente, no depende sólo de lo bien o mal hecha que esté, de su factura artística, sino también de lo que diga o calle… ¿Cúal es la solución?...Respetar los “lugares prohibidos” (forbidden places), eludir ciertos temas y motivos cuya sola aparición en libro tiene la maléfica consecuencia de aumentar las dosis de dolor y violencia en la vida de los seres humanos”. Ya tenemos suficientes Ciudades Juárez aquí, como en todos lados. Pero también es un mal pensar en conocer a una persona, a una profesora que después escribe con esa violencia. A una profesora a quien sí le debe gustar Stephen King. Pero esta novela es diferente. La violencia empieza y termina en un círculo estricto. Lo que no entiendo es la serpiente de su escritura. Ese hondo ir y venir. Ese cisne negro, ese inesperado cisne negro que está aquí en mis manos. Soy una buena lectora a pesar de que no me gustan los teóricos franceses. Pero no me esperaba eso. Existen cisnes negros en ese mundo de la escritura y ¡que manos tan inquietas! descubro aquí contándome una historia. Nunca pensé en eso. Existen escritos que son como las arañas venenosas debajo de tu cama que sorprendes en la pared poco antes de que te pongas a dormir. ¡Qué salto que das entonces! Como la cara de la profesora al no encontrar ya sus papeles en la oficina. La sospecha hacia sus estudiantes. Un poquito de mal, en eso también: pero el mal con la letra pequeña. ¿Cúal es la anatomía de la novela que sorprende, esa araña repelente? He leído a Joyce. Me cansé de Joyce. He leído a Faulkner. Me cansé de Faulkner. He leído a mi hermano. Me cansé de las novelas experimentales de mi hermano. Esos organismos que son la novelas y que nos piden sus atenciones y nos quieren deslumbrar, robándonos. ¿Qué esfuerzos atléticos no harían los escritores para impresionar a una chica de pelo lacio y pecas en la cara como yo? La muerte me da, me repito. Cuando leo esas líneas ya no escucho mi voz. Ni a las de los personajes. No sé quién está hablando, a veces. Escucho a la profesora, leo con su voz en mi cabeza. Y esto me ayuda a organizar ese texto. Entiendo una voz dialogando y modulando su canción, mucho más que las fronteras de la Detective y de la Periodista y de quién sabe quién más. Entiendo una voz única que ya no dice “Yo, la Detective” sino “Yo, la lectora”. Yo también en esta historia. Algunas de estas frases las digo yo, me toca a mí modularla con mi voz, con mis dientes imperfectos y con los frenos pagados por mis padres con el trabajo -no de sus mentes- sino de sus brazos. Quiero decir, las podría estar diciendo. Y la Detective no debería perder su tiempo persiguiendo un improbable castrador de los callejones, sino ponerse a escuchar las pistas de ese relato tortuoso, pedir la identidad al testigo – la testigo – de los eventos sanguinarios, encontrar el centro de ese discurso de ventrílocua que quiere decirlo todo. Pero ese lenguaje no lo puede decir todo. Veo a ese monstrito elástico – el lenguaje – debatirse, correr atrás de una voluntad omnívora siempre lejana, de paso incalculable. Impredecible como la reacción de mis padres cuando descubran las malas notas de matemáticas que falsifico. Si pudiera olvidarme del horror de mis dibujos, me pondría a dibujar la cara de ese lenguaje de Cristina. Bastarían tal vez una líneas curvas que salgan del papel sin tomar la forma de una cosa, un animal, una persona. O un grupo de personas en fila para subir a un autobús; y sus rabias, sus frustraciones, sus alegrías cuando llama el novio al celular, su inquietud de llegar tarde al lugar de su cita y no encontrar a nadie más esperándole. Me pongo entonces a escuchar mi voz, bajita, a leer debajo de las sábanas. Se abre un sentido, me olvidé de las páginas anteriores, me concentro en el núcleo del detalle, me escucho a mí misma y a mí súbita incomprensión. En ese lenguaje palpita un miedo. Tiempo. Miedo. Ansiedad. Consciencia de dejar atrás mucho de lo necesario y que tiene que ser dicho pero ¿en qué punto de la historia y de qué manera? Miedo de no poder llegar a un centro; miedo de que sea esta novela inevitablemente un cisne negro. La enfermedad de ese lenguaje no aspira a curas homeopáticas. El mal no es un asesino; es privarnos de todo (la historia policíaca, la solución del caso, la jerarquía) y sustituir todo eso con la constatación de que nuestras palabras –las mías también– pasean por el borde de lo que queremos decir. Y yo, desde el fundo de las sillas de la clase, tampoco eso digo".

--crg

Saturday, July 11, 2009

DICCIONARIO SABATINO

LURIAS: Persona co-propietaria de aparato de sonido de mediados del siglo XX.

--crg

Friday, July 10, 2009

29 MISIVAS DESDE LA FRONTERA MÁS DISTANTE/ 29 LETTERS FROM THE OUTMOST BORDER



LA PREGUNTA DE AGRIPINA
Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
Entonces le pregunté a mi mujer:
⎯¿En qué país estamos, Agripina?
Y ella se alzó de hombros.

Juan Rulfo, Luvina, El Llano en llamas


Port Simpson, Ostrava, North Portal, Gotesty, Los Vidrios, MIkulov, San Fernando de Atabapo, Frumusita, Zgorzelec, Rincon, Konrsjo, Nighthawk, Druzba, Al-Jaghbub, Solovjesk, Bajgiran, Blatinica, Osoyoos, Nevado Ojos del Salado, Rörbäcks, Laa an der Thaya


LA RESPUESTA DE AGRIPINA
⎯¿Por qué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.
⎯Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.
⎯¿Qué país es éste, Agripina?
Y ella volvió a alzarse de hombros.

Juan Rulfo, Luvina, El llano en llamas

en 2ndo Coloquio de Verano
Julio 11, 2009
UCSB/Gibraltar Santa Ynex
1:00 pm

ENTRADA GRATIS

--crg
¿HA RECIBIDO UNA MISIVA DESDE LA FRONTERA MÁS DISTANTE?



29 MISIVAS DESDE LA FRONTERA MÁS DISTANTE: Lectura interactiva y arte instalación de Cristina Rivera-Garza

2ndo Coloquio de Verano del Instituto Hispánico de la Universidad de California, Santa Barbara
A la una, a las dos y a las tres (Rosa Beltrán, Cristina Rivera-Garza and Sandra Lorenzano).
Sábado 11 de Julio, 2009, desde la 1:00 pm
Gibraltar Community Center, Santa Ynez Apartments (6750 El Colegio Road)
Santa Barbara, California.

--crg
LAS AFUERAS

La recién llegada en el atlas mundial de nubes: asperatus.



[leído por la Detective mientras toma café y pasa las yemas de los dedos sobre la superficie áspera]

--crg

Tuesday, July 07, 2009

LA CLARIDAD DE LOS LIBROS OSCUROS

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

Leí por primera vez El Quijote hace muchos años, en una de esas versiones abreviadas, con frecuencia acompañadas de ilustraciones de dudosa calidad, que se anuncian como productos especialmente diseñados para niños. La premisa detrás de estos libros delgadísimos es que los niños, aunque en realidad se refieren a todo mundo, evitan por naturaleza internarse en mundos complejos y profundos, prefiriendo el resguardo de lo familiar y lo breve y lo explicado. Los niños, dice esa premisa, son, por naturaleza, lectores de best sellers. Así las cosas, ese Quijote diluido y abreviado, amén de generosa y atrozmente ilustrado por manos que hacen bien en permanecer anónimas, dejó poca huella en mi memoria de lectora.

Leí, luego, secciones de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha en la secundaria y ya bastantes capítulos enteros en la preparatoria, pero siempre con ese temor de quien se aproxima a un templo o, peor, como quien toca letras en braille sin ser ciego. Temía no ser capaz. Albergaba la noción de que, para abrir esas páginas, se necesitaba algo más. Una Gran Obra de la Literatura Universal se abría ante mí con las mayúsculas del caso y, en reacción automática, yo cerraba los ojos aún antes de que sobre mí cayera la iluminación adscrita a sus letras. Sabía, como se saben esas cosas, nomás así, de saberlas, que había que leerlo completo y bien, pero en realidad no lo volví a tomar otra vez sino hasta los años universitarios.

A medida que lograba convencerme, no sin cientos de batallas internas, de que esa extraña ocupación que devoraba mis horas —escribir— iba a ser algo permanente, también me convencía de que, si iba a continuar haciendo lo que hacía —escribir—tenía que internarme por los caminos de la Mancha con cuidado y con seriedad. De esa lectura que fue, en efecto, seria y cuidadosa, tampoco logré conservar grandes recuerdos. Recuerdo, eso sí, que abría la edición de Alianza Editorial, que, por cierto, un amigo mío había logrado expropiar de las garras del capitalismo en alguna librería del sur de una gran ciudad capital, con una gravedad que ahora me resulta cómica, por no decir ridícula. Iba por los caminos de la Mancha como quien va o hacia la guillotina o hacia la calistenia. Me trepaba sobre el lomo del rocín aquel como si tuviera una deuda que pagar. Tanto me habían dicho que los libros importantes eran difíciles y que los libros difíciles eran oscuros, que al paso de los años terminé por creerles. Y me convertí, por fortuna sólo por un tiempo breve, en una lectora más bien timorata, preocupada continuamente por “entender” el texto o por “captar” la intención o el mensaje del autor o por avanzar a toda prisa por la anécdota para buscar al final la solución al acertijo. Me tomó tiempo, y la placentera, eufórica, apasionada lectura de muchos libros descritos como difíciles, advertir el engaño. Luego, me tomó más tiempo el denunciarlo: ni los niños ni los adultos son lectores naturales de best sellers, ¡válgame dios! Uno no lee libros para “entender” o para “captar” nada. Uno lee libros para jugar, de preferencia para jugar ajedrez con el Extraño que todos llevamos dentro. Uno lee libros (¿habrá que decirlo de verdad?) por placer.

¿Cuántas lecturas placenteras de Pedro Páramo han dejado de ocurrir sólo porque alguien desde una de esas sillas altas que quedan en la punta misma de una torre de marfil ha dicho que se trata de una obra difícil por lo hermética? ¿Cuántos jóvenes de 20 años han seguido la recomendación de Deleuze y Guattari respecto a que esa es la mejor edad para emprender la primera lectura del Anti-edipo? ¿A quién le conviene que los lectores, o los futuros lectores, piensen que las obras complejas son por naturaleza herméticas y, por lo tanto, imposibles de leer? ¿A qué tipo de autoridad le conviene que los lectores, o los futuros lectores, piensen que las obras complejas sólo pueden ser leídas por lectores altamente especializados o por los lurias lectores tocados por algo más allá de sí mismos? ¿Quién o qué se beneficia describiendo a los libros que retan al lector, demandándole una participación activa y, si se puede, orgiástica dentro (y fuera también) de sus páginas como obras oscuras que es mejor dejar de lado? ¿A quién defienden en realidad los apologistas del best seller?

Vivimos en una sociedad que premia el esfuerzo calculado o la más ramplona de las facilidades: o se es productivo o suertudo (o corrupto), pocas cosas a la mitad. Vivimos en una sociedad que desprecia las labores del espíritu para congraciarse, en su lugar, con las reacciones automáticas producto del miedo y la humillación que suelen beneficiar tanto a los Grandes Señores del Mercado. Es difícil correr un riesgo en estas circunstancias. Es difícil levantarse un día pensando: tomaré un viaje justo al borde del abismo nomás para ver hasta dónde puedo llegar. Por gusto. Por ardiente curiosidad. Porque es posible. Eso, entre otras cosas, es lo que enseñan los grandes libros. No se inventa todo un nuevo género, como lo hizo Cervantes, creyendo que es preciso reproducir lo familiar o evitar la zambullida en albercas desconocidas. Tampoco es necesario, como lo anota en el revolucionario prólogo de la obra, alejarse de las múltiples capacidades del lector en cuyas manos pone el destino final de sus letras: “Procurad también que leyendo vuestra historia el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave lo la desprecie, ni el prudente deje de alabarla”. Polimorfo en su figura, este no es el lector al que hay que darle las cosas masticadas ni diluidas. Se trata de un lector en el que se puede confiar. El compañero de juego que se inventan a veces los niños.

--crg

Wednesday, July 01, 2009

WELL

The second half has begun. Let us see.

--crg

Tuesday, June 30, 2009

RUBUS ULMIFOLIUS

El ave, que remonta.
La mora salvaje, drupa a drupa, bajo la lengua.
Esa leve contorsión o conjetura en el aire: algo
se estremece, algo
(¿dije un ave en la salvaje drupa de la lengua?)
pasa.

--crg
CLASES DE ESCRITURA

[en La Mano Oblicua, columna de los martes en el periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

La pregunta no es nueva de ninguna manera y se seguirá haciendo mientras existan hombres y mujeres con manuscritos bajo el brazo: ¿es posible enseñar a alguien a escribir? La cultura norteamericana de la posguerra respondió a esta interrogante con un sí definitivo y entusiasta, asegura Louis Menand en un artículo del New Yorker hace no mucho tiempo. En “Muestra o declara. Deberían impartirse clases de creación literaria?”, el profesor de Harvard y colaborador asiduo tanto del New Yorker como del New York Times Review of Books recorre la larga aunque moderna historia de los programas universitarios de escritura creativa tanto a nivel de licenciatura como de posgrado en Estados Unidos para llegar a una verdecito más bien optimista: aun y cuando el autor nunca publicó un poema, el haber pertenecido a una de estas clases lo hizo partícipe “de una empresa frágil, aquella de la poesía contemporánea” cuya influencia se dejó sentir en todas las otras decisiones que tomó en su vida tanto como lector como ciudadano. “No la cambiaría por nada”, dice de su experiencia como estudiante en uno de esos talleres intensamente personales, a veces desgastantes y, a veces, en efecto creativos que se imparten en muchas universidades norteamericanas y, cada vez en mayor número, en países tan diversos como Gran Bretaña y México, Nueva Zelanda y Corea del Sur. ¿Pero es posible, de verdad, producir escritores en un aula?

Menand, académico al fin, toma la ruta más documentada. Aunque ya existían clases relacionadas a la escritura desde 1897 (en Iowa hubo una clase llamada “Verse Making” desde esa fecha), el concepto universitario de Escritura Creativa o, como usualmente se denomina en español, Creación Literaria, no empezó bien a bien sino hasta en los 1920s, cuando se llevó a cabo la Bread Loaf Writer´s Conference en Middlebury, lugar en el que Robert Frost fungió como el primer Escritor en Residencia. Fue en 1936 cuando Iowa dio inicio sus ahora muy famosos Talleres de Escritura, otorgando por primera vez un grado de Maestría en Bellas Artes (diferente a una Maestría en Ciencias o Ciencias Sociales porque es un grado terminal) a escritores creativos. Después de la segunda guerra mundial, los programas para escritores no hicieron más que crecer. John Hopkins y Stanford le dieron la luz verde a sus seminarios de escritura en 1947. Cornell haría lo mismo apenas un año después. El proceso se multiplicó en los 60s, la década en que se contrataron más profesores universitarios en todos los tiempos. Si para los inicios de los 80s había 79 programas en Escritura Creativa en Estados Unidos, su número ha alcanzado un temerario 822 en tiempos más recientes. Los programas de posgrado, en este caso a nivel de maestría, han crecido a un ritmo comparable: de 15 en 1975, el número ha saltado a 153 hoy en día. La pregunta, por supuesto, sigue siendo la misma: ¿es posible, de verdad, enseñar a alguien a escribir en un salón de clase?

Aunque hay pocas reglas, escritas o no, acerca de lo que un profesor debe enseñar en una clase de escritura, Menand también le dedica atención a los cambios de énfasis que se registraron lo largo del siglo XX en este aspecto. Del “mostrar vs. declarar”, que se convirtió más que en un lema, en un verdadero mantra de los talleres literarios de inicios del siglo, al llamado a “encontrar la voz propia” que resonó tanto en los 60s, es claro que la escritura —su función y su lugar, su círculo de influencia y sus “tecnologías”, su misma enseñanza— se ha transformado de acuerdo a conversaciones sociales más amplias. Pocos de los que entran a un salón de clase donde se imparten clases de escritura creativa se proponen transmitir “inspiración”, pero muchos creen que es posible “ejercitar” un oficio. Lugares como Iowa incluso llegar a afirmar que ellos pocos tienen que ver con la resonancia de varios de sus graduados (5 premios Pulitzer entre ellos), asegurando que no hacen más que mantener juntos por un cierto tiempo a aquellos de entre sus solicitantes que muestran mayor talento. “Es más lo que ellos traen”, dicen sin resabios, “que lo que se llevan de aquí”.

El tema se presta, cual debe, a un sinnúmero de pullas y a charlas interminables (de preferencia alrededor de unas cuantas cervezas). Lo cierto es que un batallón importante y muy diverso de escritores norteamericanos contemporáneos se ha graduado de programas universitarios que bien pudieron ayudar (o no) al desarrollo de su oficio, pero que evidentemente no destrozaron su vocación personal o su genio. Menand nos recuerda que escritores tan diversos como Raymond Carver, Joyce Carol Oates y Ian McEwan son resultado de programas universitarios. Oates estudió la licenciatura en Escritura Creativa en Syracuse, mientras que Carver tomó clases en Chico State University, en Humboldt State Collage y en Sacramento State Collage antes de convertirse en un Wallace Stegner Fellow en Stanford. McEwan tomó clases con Malcolm Bradbury. Autores más contemporáneos como Ricky Moody, Tama Janowitz y Mona Simpson, asistieron a talleres de escritura casi al mismo tiempo en el programa graduado de Columbia y lo mismo hicieron, también casi al mismo tiempo aunque en la Universidad de California en Irving, Michael Chabon, Alice Sebold y Richard Ford.

Yo, que no tengo nada resuelto al respecto, me pongo a pensar en estos datos y no puedo evitar relacionarlos de alguna manera con lo que ocurre en México. ¿Son más eficientes en realidad la bohemia y el café, el antro y la calle, el maestro personal y los talleres? ¿Es de verdad deseable que existan programas de escritura en instituciones universitarias del país?

Veamos.

--crg

Tuesday, June 23, 2009

NUEVA NOVELA HISTÓRICA

n La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

Después del paseo en la sierra y para ustedes (ya saben)

Las preparaciones de las fiestas del Bicentenario han generado una proliferación más bien desmesurada de libros con temas históricos. No sólo han ido en aumento las monografías académicas sobre los grandes personajes y/o episodios nacionales, sino que también han crecido los ensayos así llamados personales que, en el contexto del aniversario, se organizan alrededor de temas de corte histórico en los que los autores han trabajado con minuciosa atención. Pocos géneros, sin embargo, han aumentado tanto en estos días como el de la novela histórica. Basta con leer entrevistas a los más variados escritores para enterarse de que o acaban justo de publicar una novela histórica o están trabajando ahora mismo en eso. Los cronistas de deportes, los poetas experimentales, los novelistas gráficos, los cuentistas más variados, los periodistas, los abogados, las amas de casa e incluso los que estaban en contra de escribir, escriben ahora novela histórica. Por si hiciera falta aliciente alguno, tanto editoriales como instituciones culturales de los estados y de la federación han establecido una plétora de premios diseñados especialmente para producir y promover novelas históricas. Que los montos asociados a dichos premios sean peculiarmente elevados sólo sirve para acentuar el lugar privilegiado que tiene o se le ha asignado a la novela histórica en el mundo de los libros de hoy. Pareciera ser que tanto la iniciativa privada como pública están convencidas de que, en tiempos que combinan a los festejos del Bicentenario con una de las más graves crisis económicas a nivel mundial, la novela histórica es una especie de paladín que salvará las ventas de libros y las prácticas de lectura de la nación por venir. Ambas entidades parecen confiar en el poder de convocatoria que históricamente, valga la redundancia, ha mostrado tener la novela histórica.

Estas circunstancias hacen necesario —es más, lo vuelven imperativo si no es que indispensable— hablar de la novela histórica y de la nueva novela histórica. Es importante, tanto por motivos estéticos como políticos, diferenciar entre aquellos libros hechos para confirmar el estado de las cosas y aquellos libros hechos para subvertir el estado de las cosas. Ésa es, para iniciar, la más básica de las diferencias entre una y otra.

El lector de novela histórica lo dice todo cuando confiesa que lee ese tipo de libros para “aprender” algo. Asumiendo que la lectura en general es una pérdida de tiempo (que en efecto lo es, o en todo caso, debe serlo), el lector confía en que un libro basado en hechos reales (como se le llama a esa estrecha relación con el referente) le convidará una serie de datos, es decir, una cierta forma de información, que a bien tendrá transformarlo en un individuo culto. Sin volverse un aburrido erudito (¡válgame dios!), el lector “productivo” puede aprovechar esos ratos de ocio para convertirse en alguien con quien se puede conversar al final de la cena, por ejemplo, o durante las difíciles aunque ciertamente placenteras etapas iniciales del cortejo. A ese tipo de lector habría que agregarle la igualmente relevante figura del lector “perverso” que, en pose más bien progre, asegura que lee novela histórica para alejarse del canon de la Historia Oficial (con mayúscula) y así internarse en la compleja vida cotidiana de los grandes personajes. Este lector sabe que por lo regular “la ropa sucia se lava en casa”, pero asiduo a los talk shows o al Big Brother se aproxima al libro como quien va tras bambalinas en busca de los cómos y porqués de los triunfos o desgracias ajenas. En eso, como en tantas otras cosas, las estrategias propias de la ficción (la atención al detalle, la capacidad de mostrar en lugar de declarar, la apelación a los sentidos, la combinación de puntos de vista) le sirve mucho a un producto que lejos de cuestionar, afirma el status quo. Al novelista histórico le preocupa, ante todo, reproducir con fidelidad un mundo que construye basado en datos de documentos que, por lo regular, oculta. Recuérdese que sólo el historiador está obligado a documentar sus fuentes y utilizar los famosos pies de página para comprobarlo. Más que basarse en un documento, el novelista histórico se basa, pues, en la información contenida en el documento, asumiendo así que el documento es atemporal y no histórico, justo como la información que genera.

Pero la historia, como todos lo sabemos, siempre está punto de ocurrir. La historia, quiero decir, difícilmente es cosa del pasado. La historia, que puede ser tantas cosas, no puede dejar de ser, sin embargo, una lectura contextualizada de documentos inéditos. El nuevo novelista histórico lo sabe y, por saberlo, transforma al documento —la materialidad del documento, su estructura, el proceso de su producción y de su hallazgo— en el verdadero eje de su texto. Lejos de concentrarse únicamente en la información contenida en el documento, la nueva novela histórica o ficción con documentos cuestiona, violenta, usa, recontextualiza, pimpea, transgrede la forma y el contenido del mismo. Más que reproducir una época o revelar una serie de secretos de preferencia escandalosos, la nueva novela histórica trae al presente un pasado que está a punto de ser aquí. Ahora. Lo hacen así autores tan diversos como por ejemplo Michael Ondaatje en Billy the Kid o Teresa Cha en Dictee, o Marguerite Duras en La Menta Inglesa. En términos de trama, estos libros se alejan de los grandes personajes, así sean hombres o mujeres, optando en su lugar por los andantes anónimos de las calles cotidianas. Pero la intención no es tanto rescatar voces sino aceptar la autoría ajena de textos escritos por otros. Se trata, pues, de un intercambio entre autores y grafías, sistemas de representación y márgenes. Lejos de la metáfora de la voz que viaja a través del tiempo para ser “escuchada”, es decir, normalizada por la escritura, la nueva novela histórica enfrenta sistemas de escritura en un presente que le arranca al tiempo a través del acto tan político como lúdico de la escritura. En este sentido, la nueva novela histórica no rescata voces sino que devela (y produce al develar) autores. Tal vez ahí radica la razón por la cual la nueva novela histórica está imposibilitada para confirmar nuestro presente. En estrecha relación tanto con la forma como con el contenido del documento, haciendo del documento y de su contexto la fuente misma del cuestionamiento que los produce en el presente, la nueva novela histórica trastoca.

--crg

Friday, June 19, 2009

O BORRACHO O LOCO O



--crg
ACTITUD NO COMPETITIVA ANTE LA VIDA



(o actitud simplemente enamorada, claro)

--crg

Wednesday, June 17, 2009

CÓMO SE DIVIDEN LAS COSAS

Vine a Ciudad Victoria porque me dijeron que acá impartiría un taller, un tal taller de ficción histórica desde abajo. Vine y caminé, como hace un año nunca lo hice. Y justo enfrente de la Botica La Central supe el secreto de todas las cosas. No basta el orden alfabético, me di cuenta de inmediato. En realidad las cosas se dividen de la siguiente manera: Productos Industriales, Productos Místicos y Medicamentos Populares.

¿A qué más?

--crg
LO DICE ELMER MENDOZA

Edgar Allan Poe concibió el relato policíaco como especial para una lectura inteligente. Tal parece la premisa que guía a Cristina Rivera Garza, en la novela "La muerte me da", publicada por Tusquets. Tenemos a una narradora que nos cuenta de diversa manera cada una de las ocho partes de la novela.

Además es una maestra que corre por placer y no por mantenerse en forma, una mujer que se desdobla, que tiene un amante de sonrisa luminosa y un misterio al que ve de cuando en cuando y que se convierte en el elemento perturbador.

Rivera Garza se da licencias que todos los escritores de novelas de crímenes sueñan. Agregar capítulos escritos por donde te lleve el corazón, la razón o lo que sea. En este caso ha incluido capítulos completos donde la poesía es la reina madre de todas los motivos; donde los asesinatos o la investigación de la Detective nada importan. Tampoco la instalación de los hermanos Chapman o Valerio y sus informes. La autora utiliza los versos de Alejandra Pizarnik para revelarnos que la poesía es parte de la vida, pero sobre todo de la muerte. Pizarnik, poeta argentina que se suicidó en 1972, es presentada con su efigie más trágica: “oh mis muertos/ me los comí y me atraganté”.

No falta la periodista de nota roja con sus preguntas de doble filo y su mirada inquisitiva, que buscará a la narradora cada vez que aparece un hombre castrado, con los versos de Pizarnik en la mano o a unos metros escritos en una barda. La novela transcurre inasible hasta convertirse en un auténtico reto para el lector. Está llena de guiños y pliegues donde los enigmas anidan. La Detective busca pistas en los poemas, pero la narradora la conmina: la poesía no se lee así. Será tal el aprendizaje de la Detective que esta idea enriquecerá sus costumbres y su estilo de llegar al culpable.

Cristina Rivera Garza, nacida en Matamoros en 1964, logra una novela total. Los hombres castrados, el descubrimiento de los cuerpos, la investigación, los espacios oscuros por donde corre la narradora, el juego de las pistas, la presencia de la poesía sobre el cuerpo, el amante y cómo usted no puede pasarse la vida desperdiciando los dones del cuerpo, son los ejes fundamentales de este edificio de palabras. Es memorable cómo esta amplitud discursiva, dispara la novela a tantos ámbitos que no pocas veces uno llega a pensar que está leyendo otra historia, hasta que aparece la Detective y nos hace volver a su universo de sangre.


El resto del artículo en el periódico El Universal, del 17 de junio del 2009.

--crg

Tuesday, June 16, 2009

MODOS DE CIRCULACIÓN CULTURAL

n La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

La famosa carta que Virginia Woolf redactara para un joven poeta en 1932 iba llena de consejos. Ahí, en ese ensayo que la escritora británica escribió para John Lehmann, editor de Penguin Mew Writing, a cargo de la serie Hogarth Letters, no sólo esbozaba una defensa puntual a favor de la poesía contemporánea sino que también, acaso por lo mismo, incluía consejos para el joven escritor de poesía. Entre otras tantas cosas, hizo ahí un llamado más bien abierto a tomar riesgos. En una prosa sin adornos pero sí con ironía, Woolf le pedía al joven escritor que aprovechara, y esto sin ambages, la feliz época que se sucede antes de publicar el primer libro. En lugar de percibir el estado de “inédito” como una maldición de la que hay que zafarse tan pronto como sea posible, la Woolf conminaba al joven escritor a alargar esta etapa. Es justo entonces, en esos productivos y gozosos años que el joven poeta puede (y debe) cometer todos los errores, seguir todas y cada una de sus intuiciones, y caer en todas las extravagancias posibles (y hasta en las imposibles). Una vez publicado, le recordaba la escritora, las cosas serían distintas. Una vez publicado, se crearán expectativas, y no sólo por parte de los lectores. El escritor esperaría entonces algo, algo específico y no todo, de sí mismo. El escritor habría entonces caído.

El ensayo de la Woolf parecería indicar que, hacia finales del primer tercio del siglo XX, esto en la Gran Bretaña, no sólo se esperaba que los jóvenes tomaran con cierta radicalidad y otro tanto de desobediencia su vocación por las letras, sino que incluso se les exhortaba a inscribirse dentro de las tradiciones poéticas de su tiempo de formas dinámicas y, de ser posible, críticas y contestatarias. Releo la reciente traducción que de ese ensayo publicara no hace mucho la UNAM y no puedo evitar pensar, con una inconsolable nostalgia, con algo así como una rabiosa melancolía, en lo mucho que hizo falta una misiva de este tipo en el mundo poético de México hacia el último tercio del siglo XX. Luego, pasado ya el trago tristísimo ante lo que no fue, no puedo evitar pensar así mismo en algunos poetas mexicanos que, no siendo inéditos y encontrándose ya, como diría Dante, en la mitad del camino de la vida, parecen haber recibido esta feliz misiva no hace mucho. En efecto, las recientes entregas de los poetas Jorge Esquinca (Uccello), Tedi López Mills (Parafrasear) y Myriam Moscona (El que nada) me hacen pensar que ciertos patrones de circulación cultural que, en el México de finales del siglo XX han sido sin duda verticales y que generacionalmente se han transmitido de viejos a jóvenes, están cambiando. Como se ha anotado en ya más de una reseña, se trata de trabajos donde el riesgo impera y el deleite material de la escritura que desobedece (o que sólo se obedece a sí misma) es más que notorio. Son sus voces como las conocíamos, en efecto, pero esta vez vienen alteradas por el aire fresco de la experimentación, la falta de miramientos, la contestación. Algo debió haber pasado, me digo, algo importante debe estar aconteciendo en el entorno de la poesía mexicana para que estos autores se decidieran hacia inicios del siglo XXI a apuntalar su veta más experimental. Me parece que estamos ante el borgeano caso del autor que produce a su predecesor o del lector que, en su loco afán, logra crear a su escritor. Me parece que estamos ante una inversión radical de los modos de circulación cultural en México.

Dominada tanto simbólica como burocráticamente por la figura del patriarca, la poesía mexicana de fines de siglo XX se convirtió (con sus raras excepciones) en un producto respetuoso, bien comportado, prematuramente cansino. Se producía, y esto hay que recordarlo con puntualidad, en un mundo literario en el que los apoyos económicos, los viajes, e incluso las traducciones de libros fundamentales dependían de las elecciones y los gustos de un pequeño y poderoso grupo central que sobrevivía amparado por estratégicas, aunque nunca lineales, conexiones con el estado. Era un mundo estructurado a través de diálogos jerárquicos, en el que todo escritor mayor de 40 solía recibir el mote de “maestro”, que usualmente se llevaban a cabo en lugares privados. Que las invitaciones no se le extendían a cualquiera queda claro en el recuento de la rabia infrarrealista de esos días, sin ir más lejos. Las bibliotecas eran cotos cerrados que se extendían detrás de mostradores altísimos desde los cuales atendía un empleado, el único autorizado para caminar entre los anaqueles y tocar los libros. Las librerías, concentradas en el centro del país y, dentro del centro del país, en ciertos barrios de la ciudad capital, vendían libros tan caros que era preciso, si uno era lector convencido y justo, expropiarlos—tarea ingrata pero no por ella menos edificante.

Luego, tal vez secretamente entremezclados, se sucedieron dos hechos hacia finales del siglo XX: murió el patriarca y el internet se fue convirtiendo poco a poco en un modo de navegación cotidiana. De súbito (al menos esa era la apariencia) fue posible tener acceso a libros publicados y traducidos en otras latitudes del planeta sin tener que atender a los gustos y las selecciones del pequeño y poderoso grupo central. Las bibliotecas, en una especie de revolución inadvertida pero no por ello menos radical, abrieron sus anaqueles al público lector. Cualquiera que haya encontrado libros que no buscaba en esos recorridos ha experimentado en carne propia las relevantes y liberadoras consecuencias de tal decisión. Ya había unas cuantas becas en la capital del país—las del Centro Mexicano de Escritores y las pocas que otorgaba el INBA—pero también hacia fines del XX se extendió su alcance. Pocos entre los participantes de estos programas, que yo sepa, se refieren a escritores mayores de 40 con el mote de “maestro”. No son la panacea, por supuesto, pero en sus mejores momentos se ha llevado a cabo en esos programas el tipo de diálogo intra y transgeneracional que me hace pensar en los felices neo-destinatarios de la carta que Virginia Woolf le escribiera a un joven poeta en 1932.

En fin, que lo diré: los libros experimentales recién publicados por autores como Esquinca, Moscona o López Mills, entre otros tantos que andan circulando por ahí bajo el sello de pequeñas pero muy activas editoriales independientes también dirigidas por arriesgados editores, son producto de ese aguerrido grupo de jóvenes autores y lectores que no sólo crecieron sin la sombra asfixiante del patriarca sino también con la acomedida participación en diálogos de ida y vuelta a lo largo y ancho del cielo electrónico que ha producido el internet. Con los dientes afilados de la más ardiente contemporaneidad, esa poesía (¿mexicana?) me vuelve a hablar.

--crg

Wednesday, June 10, 2009

COETZEE SOBRE LOS VOTOS NULOS EN MÉXICO

The ballot form does not say: Do you want A or B or neither? It certainly never says: Do you want A or B or no one at all? The citizen who expresses his unhappiness with the form of choice on offer by the only means open to him--not voting, or else spoiling his ballot paper--is simply not counted, that is to say, is discounted, ignored.

Faced with a choice between A and B, given the kind of A and the kind of B who usually make it onto the ballot paper, most people, ordinary people, are in their hearts inclined to choose neither. But that is only an inclination, and the state does not deal with inclinations. Inclinations are not the currency of politics. What the state deals in are choices. The ordinary person would like to say: Some days I incline to A, some days to B, most days I just feel they should both go away; or else, Some of A and some of B, sometimes, and at other times neither A nor B but something quite different. The state shakes its head. You have to choose, says the state: A or B.

Coetzee, "On the state", Diary of a Bad Year, 8.

(Bueno, no exactamente acerca de la situación que se vive hoy por hoy en México, donde cada vez un número más grande de ciudadanos está optando por nulificar su voto no para se descontados, sino para ser, finalmente, tomados en cuenta, pero sí sobre la situación que se vive, sin lugar a dudas, en México hoy por hoy, ¿cierto?).

--crg
NI MODO

Me había prometido no volver a hacerlo nunca. Entre mis planes se contaba el hacerme de la vista gorda, el pasar corriendo sin ver de lado, el taparme la boca. Iba a hacer como si nada (así se dice). Iba a hacerme la desentendida (también así se dice). Mejor eso, me había dicho, que seguir bregando en el desierto. Mejor iba a mirar al cielo o hacer como que me metía una pestaña al ojo o a silbar (que nunca he aprendido) mientras metía las manos en los bolsillos del pantalón. Estaba cansada, se entiende, de señalarlo y de repetirlo. Ya chole, me dije varias veces a mí misma. Las derrotas pesan a veces. En momentos de mayor, aunque infundado, optimismo hasta me llegué a convencer que ya todo mundo habría agarrado la onda. Se ha dicho ya tantas y tantas veces, se ha denunciado tanto, se ha recalcado de tantas y múltiples maneras. Acaté lo que miembros de ciertos grupos beligerantes (mejor dicho: post-beligerantes) aducían: ya no era necesario. Estos eran otros tiempos. Harina de otro costal. Me lo había prometido, insisto, pero francamente. Así no se puede. No hay de otra. Ni modo. Leía el periódico esta mañana y esto: "Como una mujer que vivió la revolución femenina y que logró estar al nivel de los hombres, fue recordada la novelista, poeta y traductora francesa Marguerite Yourcenar."

¿Al nivel de quién?, la pregunta y su eco rebotaron, hilarantes, por las paredes de la habitación. ¿Que logró estar a nivel de quién?, repetí, confundida, escupiendo (debió ser el espanto) un trago de café. La autora de Las Memorias de Adriano logró, pobrecita, alabada sea ella, igualarse ¿a quién? Podría utilizar las mayúsculas pero me abstendré. Tendría que incluir estrictos puntos suspensivos (un signo de puntuación que detesto, por cierto) para que el sonido de la Q emulara la estupefacción de mi voz. Debió haberle costado tanto, claro, pobrecita. Aplicarse fervientemente, eso debió haber hecho. Estudiar mañana y noche sin parar, emocionada porque ya casi. Porque ya pronto. Debió haber mirado la vara, que estaba muy alta, es más: altísima, mientras practicaba su calistenia. !La de anhelos que debió haber albergado mientras repasaba su latín o su griego! Pero ella continuó, bien por Marguerite, cada mañana y cada noche, cada viaje, cada libro, porque casi alcanzaba ya ese otro mítico nivel en el que, finalmente, la esperaban, satisfechos y halagados, sus pares.

!Ah, el patriarcado, siempre tan autosatisfecho de sí mismo!

Corre, pues, el año 2009 de la era después de Cristo y en un periódico normal, uno de esos periódicos comunes y corrientes que uno lee porque están al alcance de la mano, es decir, un periódico sin abiertas aspiraciones misóginas, normalito, pues, declara que la alguna vez habitante de una isla remota especialista en los clásicos y practicante de varias lenguas que, además y entre otros, escribió el libro Fuegos, logró, alabada sea ella, bendita entre todas las mujeres habidas y por haber, pudo al fin "estar al nivel de los hombres".

Hay promesas que uno tiene que romper. Ni modo. Hay cosas que ni qué.

--crg

Tuesday, June 09, 2009

UNIDADES DE DISPERSIÓN

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

A) DEFINICIÓN EN NEGATIVO
No son sedentarios, eso queda claro desde el inicio. Son errantes, se entiende, en al menos ambos sentidos del término, en eso también tendríamos que estar de acuerdo desde el inicio. Pero, hablando estrictamente y al pie de la letra, no son vagabundos, o en todo caso se trataría de un cierto tipo de vagabundos intermitentes puesto que tienen entre sus costumbres conocidas la puntada de quedarse por temporadas (a veces largas) en ciertos sitios. Algunos hasta se dan tiempo para hacer amigos, adquirir escritorios y sillas y camas o, incluso, construir sus propias casas. Algunos, impelidos más por la necesidad que por la conveniencia, hasta encuentran trabajos que luego listarán en sus CVs imaginarios como “toda suerte de trabajos”. No son desarraigados bien a bien porque tienden a formar comunidades en los territorios por donde pasan. Se les conoce, por ejemplo, en ciertos bares o cafés, en los pasillos de ciertas silenciosas bibliotecas, en las azoteas de algunos tétricos edificios, o en los cuarto de invitados de ciertos amigos. No son exiliados, al menos en el sentido político que el siglo XX le dio al término, porque van y vienen más o menos a conveniencia propia y con pasaportes civiles. Podrían ser migrantes profesionales si tuvieran la disposición o el tiempo para pasar horas y horas haciendo colas en distintas oficinas de gobierno para firmar los documentos que confirmarían tal identidad. Podrían ser diaspóricos si a la definición oficial (dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de origen) se le suprimiera la palabra “origen”, para poder decir, luego entonces, que se trata de seres humanos que abandonan lugares, sean estos de origen o no.

B) PASAR POR
Hablo de escritores, por supuesto. Hablo del problema (o morbo o afán) de identificar y explorar el trabajo de una serie de escritores que han pasado por territorios conocidos como Latinoamérica durante el siglo XX. Y “pasar por” es aquí una mancuerna de palabras que me he tardado mucho tiempo en seleccionar. No son escritores que son de Latinoamérica, pero pasar por Latinoamérica no quita la posibilidad de haber nacido ahí. No se trata de escritores que hayan viajado por Latinoamérica, aunque para pasar por ahí sea necesario iniciar más de un viaje. Podrían ser Malcolm Lowry o Graham Green o D. H. Lawrence, pero más bien serían como Witold Gombrowicz o Leonora Carrington o, sí, en efecto, Roberto Bolaño. No son, en definitiva, Vladimir Nabokov o Joseph Conrad o Samuel Beckett, conocidos entre otras cosas por su versátil uso de una nueva lengua, sino Gerardo Deniz o Maria Negroni o, en efecto, Bolaño, escritores que habiendo pasado por Latinoamérica escriben todavía en una de las formas del lenguaje dentro del cual crecieron. Ojo: aún y cuando vivan en los Estados Unidos, dentro de cuyo territorio se escribe hoy en día buena parte de la literatura latinoamericana de nuestros tiempos, no son US Latino writers, ni New Latino writers, ni US writers. Se trata de escritores que pasan por América Latina, sí, haciéndose también pasar por muchas otras cosas, abriéndole así la puerta a la despersonalización lo mismo que a la desterritorialización —que no es sino otra forma de enunciar la forma fluida y poco cabal de las identidades contemporáneas. He aquí el asunto: me refiero a ese tipo de escritores que habitan de manera esporádica (que no diásporica) sitios y lenguas con los cuales desarrollan una relación de dinámica resistencia más que de amable acomodo.

C) EL QUID DEL ASUNTO
La traducción del latín al español sería, según el diccionario de la Real Academia: el qué cosa del asunto. Era finales de primavera y, sin embargo, la tarde se deslizaba gris y lenta del otro lado de las ventanillas cuando, de repente, de la nada como se dice usualmente, brotó de algún lugar de ese cielo gris un granizo atronador y por demás blanquísimo que me hizo levantar la vista del libro que leía sólo para pensar, literalmente de la nada, en lo triste, lo verdaderamente triste o, en todo caso, ligeramente perturbador que habría sido para Bolaño saber y ser testigo del enorme éxito de sus libros traducidos al inglés. Supongo que el gris de fines de primavera y la súbita aparición del granizo algo tuvieron que ver con el mórbido pensamiento que me hizo recordar un artículo escrito por la académica Sarah Pollack en el que explica la serie de retuércanos culturales y políticos que, tras bambalinas aunque no tanto, ayudan a explicar la súbita y más que presurosa “normalización” de los textos bolañianos en el mercado, y se dice así en efecto, el mercado del libro en Estados Unidos*. Cualquier otro habría estado feliz, se asume, pero Bolaño, quien a todas luces gustaba de presentar sus libros como armas de un valiente (y valiente es un vocablo al que recurría con frecuencia para calificaciones literarias) andariego algo crepuscular pero no menos apasionado por la “auténtica” y “verdadera” literatura tendría que haber respondido con, al menos, algo de incredulidad y, luego, con algo de compulsivo enojo y, por qué no, hasta con ancestral rechazo. No sabremos nunca, por supuesto, lo que habría hecho (y con toda seguridad es casi mejor que sea así), pero esa tarde de primavera gris sombreada, además, por la irrupción del blanquísimo granizo (¿pero puede algo tan blanco en verdad “sombrear” una tarde de primavera?), no pude sino preguntarme cómo se le hace entonces para proteger al libro, al libro verdadero, al libro que es, al menos, dos libros (ambos con el filo dentro), de la normalización del mercado y la campechanería de la moda y la ramplona cascada del halago que es, a fin de cuentas, más mohín o hartazgo que halago. No estoy del todo conforme con respuesta que me di entonces frente a la ventanilla del autobús del mediodía (porque era, además de fines de primavera, en efecto, un poco después del mediodía) pero fue ésta: habría que pensar en Bolaño no como una excepción exótica (y concéntrica), claro, sino como uno entre la saga de escritores que andan por ahí, pasando por sitios y lenguas de Latinoamérica de manera esporádica, desarrollando, mientras tanto, en el mismo trance de pasar por ahí, una relación de dinámica resistencia más que de agradable acomodo con ese cúmulo de cosas a los que por falta de mejor término acabamos nombrando no pocas veces como “el entorno”. ¿Hay, de verdad, un hilo que va de esos 24 años que Witold Gombrowicz pasó en Argentina a, por ejemplo, Lina Mourane, esa escritora chilena que vive y produce una obra en español en el Nueva York de nuestros días? ¿Existe un hilo, se entiende que estético, entre los libros de Horacio Castellanos Moya, el centroamericano que pasa temporadas bastante largas tanto en Estados Unidos como en Europa y, digamos, Eunice Odio, la poeta costarricense que murió en México? ¿Son Unidades de Dispersión de cepa tan distinta escritores como el peruano César Moro y el centroamericano Rodrigo Rey Rosas?

*El artículo existe y lleva por título “The Peculiar At of Cultural Formations: Roberto Bolaño and the Translation of Latin American Literature in the United States”, el cual se puede encontrar donde yo lo encontré ya hace algún tiempo: internet.

--crg

Monday, June 08, 2009

TAN SÓLO

Y una palabra es suficiente
para toda la acción:
siempre.
El otro verbo,
nunca,
es tan sólo su sombra.

Roberto Juarroz, Undécima Poesía Vertical

--crg

Sunday, June 07, 2009

LAS CARTAS SOBRE LA MESA

Cuando Franz y Felice intercambiaban cartas a un ritmo demencial--a menudo dos o tres misivas al día--¿sabían los enamorados de la grafía que prefiguraban el arte de chatear? Lejos de ser el modelo ideal de la carta decimonónica--una unidad entera, con principio y fin--las que se mandaban puntualmente estos habitantes de Europa central se regían por el arte de fragmentar y abundaban en la minucia tanto física como mental de todos los días. Se trata, en efecto, de un cúmulo de cartas de amor: un amor mental en el que la tinta y el papel y la velocidad sustituyen al cuerpo.

Otros que utilizaron la carta y, con mayor frecuencia, el telegrama con una intensidad que también prefiguró la correspondencia electrónica fueron, sin duda, los personajes de Drácula, la novela que Bram Stoker publicó en 1897. Acaso no es del todo casual que sea alrededor de un No-Muerto que la escritura, y especialmente la transmisión de la escritura, se convierta en el verdadero hueco central de la novela. Tengo la impresión de que entre Mina y Jonathan y el doctor Van Helsing prepararon el terreno para el eventual surgimiento de los mensajes de texto. En todo caso, y tal como lo demuestran las múltiples aventuras de los londinenses en Transilvania y de regreso, aunque a veces parece ganarle a la realidad, la escritura siempre llega un poco más tarde.

--crg

Saturday, June 06, 2009

A SENSE OF THE TRAGIC IN LIFE



Crime has played a complicated role in the history of human social relations. Public narratives about murders, insanity, kidnappings, assassinations, and infanticide attempt to make sense of the social, economic, and cultural realities of ordinary people at different periods in history. Such stories also shape the ways historians write about society and offer valuable insight into aspects of life that more conventional accounts have neglected, misunderstood, or ignored altogether.

This edited volume focuses on Mexico's social and cultural history through the lens of celebrated cases of social deviance from the late nineteenth and early twentieth centuries. Each essay centers on a different crime story and explores the documentary record of each case in order to reconstruct the ways in which they helped shape Mexican society's views of itself and of its criminals.

CONTENT:
Crime stories / Robert Buffington and Pablo Piccato
Tales of Two Women: the Narrative Construction of Porfirian Reality /Robert Buffington and Pablo Piccato
I was a Man of Pleasure, I can't Deny it: Histories of José de Jesús Negrete, a.k.a. "The tiger of Santa Julia" /Elisa Speckman Guerra
A Sense of the Tragic in Life: Text and Context in Mexico City's General Insane Asylum /Cristina Rivera-Garza
The Girl who Killed a Senator: Femininity and the Public Sphere in Postrevolutionary Mexico /Pablo Piccato
Who Killed Roberto González?: Murder, Radicalism, and Catholic Nationalism in Postrevolutionary Michoacán /Christopher R. Boyer
Of Intersections and Parallel Lives: José de León Toral and David Alfaro Siqueiros /Renato González Mello
The Case of the Murdering Beauty: Narrative Construction, Beauty Pageants, and the Postrevolutionary Mexican National Myth (1921-1931) /Víctor M. Macías-González
Mothers of Invention: Narratives of Maternity, Paternity, and Modernity in Early Twentieth-Century Mexico /Katherine Elaine Bliss.

--crg

Thursday, June 04, 2009

DEATH HITS ME

Cristina Rivera Garza. La muerte me da.
By: Hecht, Valerie
Publication: World Literature Today
Date: Tuesday, July 1 2008
Cristina Rivera Garza. La muerte me da. Mexico City. Tusquets. 2007. 354 pages, ISBN 970-699-173-5

The cover of La muerte me da proclaims, "Un thriller perturbador, el regreso de Cristina Rivera Garza." Indeed, the Mexican writer's latest effort signals her return to the novel. It promises to be as stimulating a read as Nadie me vera llorar. Despite the acclaim she has received, Cristina Rivera Garza remains an underread author, although her works have recently become the focus of study in Mexican and U.S. universities.

La muerte me da displays characteristics of her previous works--for example, a narrator whose gender is not completely revealed until a few pages into the reading. She also employs here an appealing intertextual dialogue with the words of Argentine poet Alejandra Pizarnik. The reading of this novel is not easy, due to Rivera Garza's other tendency (to fragment the narration), but this only serves to further intrigue.

In this literary thriller, the first of a series of castrated bodies are discovered by Rivera Garza's namesake narrator. The bodies are accompanied by lines of Pizarnik's poetry, written in nail polish. The narrator/ protagonist, an expert on Pizarnik, becomes a consultant to the detective investigating the case.

Rivera Garza takes her place in the Mexican literary tradition that realizes that the dead have a story to tell, but unlike the departed in Pedro Paramo, the cadavers of this novel do not have a voice. Perhaps Pizarnik's lines will tell the story they cannot.

The short chapters are cleverly titled. Chapter 4, "La victima es siempre femenina," refers both to the rule for use of the feminine article even for a male victim and to the demasculinization of the novel's victims. Another, "Poetry castrated by its own language," seems to reflect that the narration itself seems to have suffered some deliberate cuts. In one of the earliest chapters, Rivera Garza invokes history and the words employed by various cultures for the castrated male. In the next, a fragmented description of bodies during the sexual act, perhaps as a sisterly nod to Un hombre a la medida (2005), the collaborative effort of eleven Mexican women authors (Rivera Garza's contribution is chapter 12 of La muerte me da). The blurring of gender roles is a trope in her work, and in her unique take on the thriller, she presents the possibility of a female suspect transgressing the violent role traditionally held by the male serial killer.

Rivera Garza subverts the recent proliferation of the noir genre, investigating the very concept of genero in both senses of the word ("gender" and "genre") as she returns the reader to the poetic and alters its form as well. Pizarnik's verses are transformed into police lingo, archival documents, journalism. La muerte me da contains multiple fascinating metaliterary twists as Cristina Rivera Garza places the essay, the letter, and quotation from other works in a literary lineup, making this a thoroughly contemporary novel worthy of attention and translation.

Valerie Hecht
University of California, Davis

--crg

Tuesday, June 02, 2009

COMO EN LAS ESTACIONES CUANDO

Se trataba, no obstante, de ese género de alegría qu ese crea en las fiestas, en que cada uno trata de estar alegre para no arruinar la diversión de los demás; y en realidad todos estaban un poco ausentes como en las estaciones cuando se está a la espera del tren...

Witold Gombrowicz, Cosmos

--crg
PERLADA DE SUDOR

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

De entre todas las secreciones que produce el cuerpo acaso ninguna sea tan vilipendiada como el sudor. Pocos blanden el olor del sudor propio como una bandera y todavía menos, al percibir las notas de transpiración en el aire, se aproximan al portador para celebrar su presencia. ¿Hace cuánto que alguien no halaga esa frente perlada de sudor? ¿Por qué resulta tan difícil describirlo como un aroma? Fuera del gimnasio, donde por alguna razón milagrosa parece volverse inodoro, ¿cuántas personas exclaman gemidos de positivo asombro ante los chorros que ensombrecen las camisas o las gotas que brotan de las palmas de las manos? Porque resulta claro que el semen y sus homólogos vaginales, que constituyen pruebas irrefutables de la existencia del placer sexual, se han convertido en sustancias preciosas cuyo valor de uso y valor simbólico suele registrarse a la alta en épocas pre-históricas e históricas y en sociedades tanto occidentales como orientales. Igualmente apreciadas son esas lágrimas a través de las cuales queda huella del paso de una fuerte emoción, la cual bien puede ser tanto positiva como negativa puesto que se llora tanto de alegría como de pena. Incluso la orina, ese humilde líquido que resulta de la ingesta de otros tantos líquidos, ha encontrado sus seguidores entre los practicantes de la orinoterapia y aquellos que gustan de las lluvias doradas. Pero el sudor, esa sustancia que alguna vez se constituyó en el sinónimo mismo del esfuerzo físico relacionado al trabajo duro apto para transformar la naturaleza y producir, luego entonces, valor, ese sudor tan pegado a la axila del brazo a cargo de humanizar al mundo, ha ido decididamente a la baja.

Detenido con la siniestra ayuda de anti-transpirantes o encubierto con la sospechosa acción de desodorantes, ambos de fabricación masiva, el sudor parece destinado a perder la batalla en todos los frentes (especialmente en la propia). Para empezar, al sudor se le asocia con la explosión de las hormonas que conducen a más de uno a la vorágine de la adolescencia (y hay pocas familias contemporáneas que escapan al pavor que produce la adolescencia). Se sabe que los bebés o los pubertos no sudan, o no al menos en el sentido derogatorio del término. Los bebés y los pubertos sudan, esto es, pero no huelen a sudor. Una vez atravesado el umbral de la adolescencia, ya cuando el cuerpo del ser humano se encuentra del otro lado, la leyenda negra del sudor se multiplica tan copiosamente como sus gotas.

El sudor juega un papel no irrelevante en la producción de identidades de clase que, a fin de cuentas, parecen más bien estigmas. Para empezar, se suele asociar al sudor de manera directa con la falta de aseo. Alguien huele a sudor cuando no se baña, se sabe. Los vagabundos y los viajeros sudan, no así los turistas. Los hippies sudan, pero no los yuppies. Los exiliados, los deportados, los desertores sudan la gota gorda (y a veces también lloran). Sudan, pues, los sucios: los sin oficio ni beneficio. Las niñas bien no sudan; las muchachas de barrio sí. Sudan los obreros, pero más sudan los desempleados. Los integrantes de la pequeño burguesía, la burguesía y, especialmente, de la aristocracia, incluso cuando ésta sea a todas luces venida a menos, no sudan. No sería una mentira añadir que la invención y, luego, la producción de los perfumes y ungüentos con los que se encubre al cuerpo que se aleja (o busca por todos los medios alejarse) de los humildes rondines del trabajo manual se debe a la imaginación y las aspiraciones de movilidad social de estas insignes clases de la sociedad.

Para colmo de males el sudor hace su acto de aparición en situaciones de gran nerviosismo, cuando el peligro o la jerarquía del poder provocan la súbita falta de confianza en uno mismo. ¿Y quién está verdaderamente orgulloso de la gota que se desliza peligrosamente por el temporal o de la resbaladiza textura de las palmas de las manos cuando ya no se puede más? Amenazando con echar todo de cabeza, el sudor pone en entredicho la solidez propia y, en ocasiones, incluso la dignidad. El sudor le dice al mundo: he aquí uno más que no aguantó la presión, delatando así la debilidad del cuerpo en el que hace su aparición. Superman pudo haber llorado alguna vez pero, que yo sepa, nunca conoció la irrupción empalagosa del sudor.

Que el sudor y la tecnología no se llevan bien queda por demás claro en los punzantes aromas que resultan del roce entre la piel sudada y, por ejemplo, la terlenka. Más de un sobreviviente de los 70s, esa década que dio lugar tanto a los pantalones acampanados como a los vestidos de terlenka, podrá rememorar sin problema alguno el tufo que sobrevolaba las reuniones de post-adolescentes energéticos vestidos con pantalones de sarga y camisas de rayón. Humo sagrado alrededor. Al contrario de lo que sucede con el algodón o la seda o el lino, todas ellas telas naturales que permiten la respiración del cuerpo, el sudor penetra y se conserva con singular virulencia entre los hilos de las telas artificiales que marcan a las épocas más modernas.

En sociedades que se dedican con pasión a olvidar o, de plano, suprimir la presencia del cuerpo, el sudor no deja de ser una especie de subversión. Alertando a las fosas nasales de los bienpensantes, el cuerpo sudoroso cuestiona las atmósferas asépticas de los inmóviles y de los rígidos. El que suda camina, baila, avanza. El que suda no sabe o no puede estar quieto. Es difícil sudar frente a una pantalla (aunque cosas más raras han sucedido, en efecto) dentro de oficinas donde el aire acondicionado regula la temperatura diaria, pero es fácil hacerlo en plena calle, bajo una Jacaranda, mientras uno huye a toda velocidad del aburrimiento o de la repetición. El que suda murmura, extasiado: mira esta frente perlada de sudor.

--crg