Tuesday, April 30, 2013

RULFO Y LA "MIJERÍA" [1]

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


En el origen de la Comisión del Paploapan está el desastre natural. El 23 de septiembre de 1944 un ciclón tocó tierra en el puerto de Veracruz, mientras un frente estacionario azotaba las costas de Guerrero, Oaxaca y Chiapas. Los altos niveles de precipitación pluvial en la zona oriente de la sierra mazateca ocasionaron el desbordamiento de la parte baja de la cuenca del río Papaloapan, lo que a su vez produjo una tremenda inundación que arrasó con al menos 200 mil hectáreas de tierra, dejando un saldo oficial de 100 muertos. Conocida como “La tragedia de Tuxtepec” o “El peor desastre de la cuenca”, y anunciada en su momento en el periódico El Universal con el encabezado “Tuxtepec ha desaparecido prácticamente”, la inundación devastó 80% de San Juan Bautista Tuxtepec, así como todas las poblaciones ribereñas de Veracruz. Tal como lo argumenta el historiador Tomás García Hernández en La tragedia de Tuxtepec, el desastre natural no sólo develó las carencias de una región que había visto pasar ya la bonanza del oro verde, como se le denominaba a la explotación bananera, sino que también marcó el inicio de la etapa moderna de un poblado con una ubicación estratégica para el desarrollo agrícola y ganadero de la región, así como también para el paso del comercio. “La inundación de Tuxtepec no sólo es un hecho dramático y dantesco”, aseguraba García Hernández, “es por muchas razones el inicio de la historia moderna de Tuxtepec… la tragedia marcó el parteaguas que dividió una etapa de una integración hacia adentro, por otra, la del Tuxtepec moderno, plenamente integrado hacia la cuenca, hacia el estado de Oaxaca y hacia el país mismo”.
Cuando el presidente Manuel Ávila Camacho y el gobernador del estado, Sánchez Cano, visitaron la población el 14 de octubre sólo encontraron desolación. Impactado, el Presidente dictó algunas medidas de emergencia: “Obras de defensa de la ciudad contra futuras inundaciones. Limpieza y reacondicionamiento de las calles. Amplio crédito para ejidatarios, agricultores y comerciantes. Agua potable para la ciudad. Instalación de una potente planta de energía eléctrica”. Poco tiempo después, el domingo 3 de diciembre, se constituyó el comité pro recuperación de Tuxtepec. Un año más tarde, para diciembre de 1945, un proyecto de decreto presentado ante el Congreso de la Unión autorizaba al Ejecutivo federal a formar una “Comisión técnica para el estudio de la cuenca total del río Papaloapan”. El acuerdo presidencial que dio finalmente origen a la Comisión del Papaloapan, que entró en vigor en 1947 y no llegó a su fin sino hasta 1984, fue firmado por Miguel Alemán en febrero de 1946. Durante el primer sexenio de sus actividades, la comisión gozó de una partida de 269’858,729.00 pesos, de los cuales 7’826, 905.00 pesos fueron destinados específicamente para una sección de estudios y planeación.
Estoy tentada a creer que una parte ínfima de esa partida fue lo que le tocó a Juan Rulfo cuando, a invitación expresa del ingeniero civil Raúl Sandoval Landázuri, vocal ejecutivo desde 1953, se incorporó a la Comisión del Papaloapan entre el 1 de febrero de 1955 y el 13 de noviembre de 1956, como asesor e investigador de campo, con el fin adicional, aunque incumplido, de crear y dirigir una revista. En efecto, Rulfo se trasladó a vivir a Ciudad Alemán, para desde ahí iniciar una serie de viajes por las regiones de la cuenca, especialmente las sierras oaxaqueñas que tanto marcarían su vida y su obra.
Jorge Zepeda rescató no hace mucho algunos escritos de Rulfo cuando era integrante de la comisión. En el texto y los dos esbozos que se publicaron en La Jornada Semanal del 12 de noviembre de 2006, Rulfo mostró un entusiasmo poco característico por el espíritu modernizador del México de mediados de siglo. Tal como el ángel del progreso que describiera Walter Benjamin, Juan Rulfo parece encarnar aquí una figura contradictoria: un apasionado del progreso que va hacia delante sobre los vientos de la Comisión del Papaloapan y, a la vez, el solidario defensor de las comunidades indígenas que, melancólicamente, mira la ruina, la miseria, la orfandad. Testigo y ejecutor del espíritu modernizador del periodo alemanista, Rulfo lamentaba, en efecto, el estado de las cosas, lo que estaba a punto de desaparecer, mientras, simultáneamente, elogiaba las oportunidades que el quehacer de ingenieros y agrónomos y biólogos le ofrecían a las comunidades de unas tierras hasta ese entonces volcadas hacia adentro, a decir del historiador García, de la cuenca del Papaloapan.
En el obituario que le dedica al ingeniero Sandoval, por ejemplo, Rulfo dio cuenta de las condiciones de miseria, soledad e indiferencia en que vivían “los pueblos de la Chinantla, de la Mijería; los mazatecos y los zapotecas; los pobrecitos chochos de la Alta Mixteca”. Rulfo insistía, sin embargo, en “la esperanza”, y no meras promesas, que el ingeniero Sandoval llevó a esas regiones del país. Lo que él “les dio”, dijo en más de una ocasión. Con una visión francamente optimista, Rulfo describió cómo Sandoval prestó por primera vez atención a los indios de la zona, a quiénes “no consideraba indios, sino integrantes del pueblo mexicano”, y cómo, a través de una actividad frenética, que incluía visitas constantes a la región, les hizo llegar “maíz. Hatos de ovejas” mientras también promovía “el cultivo de café en las zonas húmedas”.
Aunque algunas de las fotografías en las regiones mixes de Oaxaca fueron hechas en compañía de Walter Reuters, otras, entre ellas las más emblemáticas de la producción rulfiana, fueron producidas, todo parece indicarlo, como acompañante de Sandoval en la cuenca del Papaloapan. Iniciando o coronando sus escritos, adecuadamente, con el “yo lo vi”, el “yo estuve ahí” del testimonio presencial, Rulfo se convirtió en el testigo melancólico de las alas del progreso en su paso por la cuenca del río. En su visita a Tlacotalpan después de la inundación, por ejemplo, Rulfo dice: “Los pueblos del Bajo Papaloapan no tenían nada que temer: ni la invasión de las aguas ni, como lo comprobé en Tlacotalpan, la ocupación de las casas señoriales por la plebe de los barrios inundados”. Continúa, ya refiriéndose específicamente al ingeniero Sandoval: “Yo lo vi en Vigastepec trepando a pie las elevadas montañas… En Tepelmeme, donde derogó el abastecimiento de agua al gobierno de la nación, y no a él. Allí mismo en Tepelmeme descendió de la presa construida por él, cuando el cura del pueblo quiso adjudicarle su nombre”. Similares actos son reportados en el Alto Papaloapan, o en las riveras del río Santo Domingo, o el Tonto. Rulfo lo vio en persona. Rulfo estuvo ahí.
--crg

Saturday, April 27, 2013

WILL YOU COME BACK AGAIN?


Where all the protesters.
Tricky and Francesca Belmonte last night in Bolonia.

Does it dixit.

--crg

Friday, April 26, 2013

WORDS TO KEEP AND LIES TO MAKE TRUE


Thao & the Get Down and Stay Down Holy Roller dixit.

--crg

Wednesday, April 24, 2013

Tuesday, April 23, 2013


HIRAKU MAKIMURA

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

En una de las primeras escenas de Baila, baila, baila, una de las más recientes publicaciones en español de Haruki Murakami, hay un gato de rostro extraño. Según el narrador, el gato “sólo miraba a la gente con desazón, como diciendo ´¿Qué es lo siguiente que voy a perder?´”. Para más detalles, el gato “no había tenido una vida feliz. Nadie lo había querido, y tampoco él había querido a nadie”. La condición del gato muerto no dista mucho del dilema del narrador que, a los 34 años, habiendo sido abandonado por la esposa y, luego, por la amante en turno, siente un gran vacío y una falta de conexión radical con el mundo. De ahí su decisión de regresar al pasado, justo al momento donde todo empezó a salir mal. De ahí su vuelta al Hotel Delfín, donde vivió lo que pareciera ser una última conexión verdadera con otra mujer: Kiki, la prostituta de orejas hermosas que ya había encontrado en su novela anterior, La caza del carnero salvaje y que, aparentemente, llora por él dentro del citado hotel.  Muy en el tenor de Hiraku Makimura, el personaje del escritor famoso pero sin talento que insiste con desparpajo en que nada tiene solución, en que más vale acoplarse que resistir, Baila, baila, baila es un largo tour de force donde el viaje a otro mundo, el mundo de la imaginación en el que vive el hombre carnero, cuenta como la única alternativa ante la falta de conexión humana del mundo actual. Expresándose en un lenguaje que envidiarían los redactores de tarjetas de hallmark, el hombre carnero aconseja: “Esto es todo lo que un servidor te puede enseñar. Baila. Baila lo mejor que puedas, sin pensar en nada. Tienes que bailar”.

Murakami—un autor, sin duda, en pleno dominio de la forma—dictamina con justicia la hostilidad básica del mundo contemporáneo: un ambiente dominado por el capitalismo post-industrial donde los individuos, sometidos por las mercancías o las deudas, sólo pierden más y más. En ese contexto, el individuo sin conexión busca, acaso naturalmente, conectarse. Suspicaz ante la opción colectiva (“¿Quién se expondría de buen grado a una ducha de gases lacrimógenos? Así es el presente. La red se extiende de punta a punta. Fuera de la red hay otra red. No se puede escapar. Cuando se lanza una piedra, ésta traza una elipse y se vuelve contra uno mismo. Ciertamente es así”), Murakami ofrece como paliativo básico a la historia de amor convencional—una estrategia, por cierto, ensayada con gran efectividad por la novela rosa.

Acostumbrado a presentarse (¿a regodearse?) como “raro”, por no decir único, disciplinado hasta el hartazgo y dueño de una capacidad de observación que adquieren, a su decir, las personas que viven solas, el protagonista-narrador sólo puede conectarse a un lugar (el hotel Delfín) y a través de un servidor (el hombre carnero) con una mujer (la recepcionista de un hotel que también ha visto, aunque sin saber de qué se trata, al hombre carnero). Su capacidad de conexión acaba aquí. Acaso eso explique por qué, ante el asesinato de prostitutas pertenecientes a una red internacional de la que se sirven sus amigos y, a través de las conexiones de sus amigos, él mismo, la respuesta básica del narrador sea proteger el prestigio y la reputación de éstos y nunca cuestionar el estado de las cosas. En efecto, de cara al femenicido atroz, el narrador no elige ni investigar ni denunciar lo que pasa, sino ocultar lo que sabe a la policía y dolerse a solas, con algunos vuelos líricos, por las mujeres muertas. Nada más.

En no pocas ocasiones el relato fantástico ha sido utilizado como un mecanismo de crítica social—y en esto han insistido autores tan distintos como Todorov o Miéville—pero, convertido esta vez más en Makimura, Murakami nos lleva al mundo del hombre carnero para que oigamos, de su propia voz, esto: “Y no hay solución. Si no te gusta, no te queda más remedio que huir a otro mundo.”
Eso “que no te gusta” puede ser listado en breve así. El hotel Delfín es, ahora, el Dolphin hotel—una gran fortificación de acero y vidrio que, con su establecimiento, ha provocado la gentrificación de todo el vecindario. A ese mundo alineado y aterrador lo caracteriza estructuralmente el derroche propio del capital. Un entorno sin sentido sólo puede reafirmarse en trabajos alienados. Así, el protagonista es un escritor freelance que se aboca a su labor de “quitanieves cultural”. No se trata de un trabajo en el que pueda realizarse pero “se volcaba porque disfrutaba haciéndolo. Autodisciplina. Reinserción social”.  Peor es el caso de Gotanda, el amigo de adolescencia, quien luego de convertirse en un actor de moda se ve forzado a participar en bodrios cinematográficos y a rodearse de lujos impostados que sólo acrecientan la deuda que no le permite generar la vida que desea pero que, en un movimiento perverso del capital, le permite agrupar todos sus gastos—la prostitución incluida—como gastos de representación. De hecho, muchos de esos trabajos del capitalismo post-industrial—trabajos inmateriales, que dirían los neo-marxistas—se parecen a la prostitución. Mei, una de las prostitutas masacradas en Baila, baila, baila lo dice de manera indirecta: “Ella me preguntó qué clase de cosas escribía. Yo le expliqué brevemente en qué consistía mi trabajo. Me dijo que no parecía demasiado divertido. Le respondí que dependía de lo que escribiera. Yo era, por así decirlo, un quitanieves cultural. Me dijo que, entonces, ella era una quitanieves sensual”.

La única alternativa en este sitio irremediable es la imaginación. Por eso, en el piso 16 del Dolphin Hotel, el hombre carnero emite pequeños mensajes que no dejan de ser verdades comunes, el tipo de declaraciones que no ofenden a nadie y que no son más que la constatación de la ideología de una clase media que todavía gusta de verse como única, si no es que “rara” como el narrador mismo. “Si estás aquí es porque había llegado el momento en que vinieras”. “Si no quisieras venir, este lugar no existiría”. “No dejes de bailar mientras suene la música. ¿Lo entiendes? Baila. No dejes de bailar”. “Porque has perdido muchas cosas—dijo con voz calma—. Y no tienes adónde ir. Por eso me ves”. Con ese tipo de consejos que bien pudieran aparecer en cualquier manual new age, no es sorpresivo que el protagonista—y el autor—conecte con el sentido del individualismo conservador que tanto caracteriza a las clases medias que leen libros. Después de todo, ¿para qué ensayar la crítica de nuestro entorno—que es lo que se supone que hace la literatura—cuando está a la mano “la conexión” de una historia de amor convencional?

--crg

Tuesday, April 16, 2013

EL AUTOR SE DESVIVE

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Ha pasado el tiempo, de hecho ha pasado todo entero el siglo XX, desde que la muerte del autor, que preocupó, aunque con distintos nombres, a modernistas estadounidenses, a pensadores franceses, y a vanguardistas y neovanguardistas latinoamericanas por igual, sumó a filósofos y narradores a sus filas. Los elementos básicos de la narrativa del XIX, aquellos de los que se hacen los manuales de ficción, por ejemplo, no han salido indemnes de su contacto con esta muerte. Ni la posición del autor, ni la del narrador, ni la del personaje volverán a tener jamás el aura de lo obvio o la postura de lo inevitable. Precediendo con mucho al surgimiento de los conceptualismos de inicios del XXI, y  escrita, de hecho, al mismo tiempo que un grupo de poetas y teóricos, congregados en las páginas de la revista LANGUAGE, unieran el marxismo y la teoría francesa para dinamitar la cultura del verso, la obra de David Markson no sólo cuestiona los elementos básicos de la ficción, poniendo en entredicho con singular eficacia la posición de autor y lector, sino que también pone en juego una sintaxis singular que privilegia el uso, por ejemplo, de las frases subordinadas, las cuales suele presentar sin el precedente, justo al inicio de la oración, produciendo un efecto de sutil extrañeza en la lectura. Eso que Charles Berstein, language poet ejemplar, denominara el extrañizar (make strange) el lenguaje para así resaltarlo como campo de acción y no como mero vehículo de anécdota o sentimiento, forma ciertamente parte medular de la firma marksoniana.[1] También lleva su sello el entretejido de párrafos breves, tan breves en ocasiones como un versículo, cuya relación entre sí, más que expuesta, queda en manos del lector, concebido aquí como productor más que como consumidor de significado. Que estos párrafos breves se hagan, sobre todo en sus últimos libros, de citas textuales, con frecuencia apócrifas, y en otros tantos casos incluyendo información confusa o inexacta, sólo contribuye a socavar aún más la ya tenue figura del autor como eje y rector de los significados de un libro. No por nada David Foster Wallace se refirió a los libros de David Markson, especialmente a los de su último ciclo: Wittgenstein´s Mistress, Vanishing Point, This is not  a Novel, Reader´s Block, The Last Novel, de la siguiente manera: "[n]ada más ni nada menos el punto más alto de la ficción experimental en este país”.  

Las últimas novelas de Marson fueron escritas muy cerca de la muerte. La muerte del autor, el concepto, y la muerte del Autor, el personaje más frecuente de las mismas. Al mismo tiempo, por cierto, David Markson moría. Si en la lectura se dan cita todas las citas de la escritura entonces el autor, que ha muerto, ¡que ha estado muerto ya por tanto tiempo!, puede, sin duda, recorrer el camino de regreso. La lectura que convoca, y que convoca sobre todo a los muertos, no escatima: también convoca al autor muerto. La función autorial es invitada a ocupar así un espacio liminal entre algo que ya no es la muerte propiamente dicha ni la vida propiamente dicha. El autor vuelve, sí, de entre los muertos, pero no para reclamar un imperio que ha perdido para siempre en las inmediaciones del texto, sino, con toda probabilidad, para seguir cuestionando su relación ambigua, dinámica, especular con el mismo. El autor vuelve de entre los muertos no para vivir, sino para desvivir o, incluso, por paradójico que parezca, para desvivirse.

Aunque en una de sus últimas acepciones, el prefijo des- (confluencia de los prefijos latinos de-, ex-, dis- y a veces e-) denota, a veces, afirmación, como en su uso dentro de la palabra despavorido, en general des- es un prefijo que, “1. Denota negación o inversión del significado del simple, como en los verbos desconfiar o deshacer. También, en ciertas circunstancias, 2. Indica privación, como el caso de la palabra desabejar, o 4. Significa 'fuera de', como en los vocablos descamino o deshora”. No existe, por supuesto, el sustantivo desvida, pero existe el verbo desvivirse—un verbo pronominal que significa “mostrar incesante y vivo interés, solicitud o amor por algo o por alguien”. Acaso la lógica sugeriría que el desvivirse estaría más cercano a, si no es que sería sinónimo con, morir, pero es la gramática la que indica que un prefijo que usualmente quita, otorgue aquí. El que se desvive es el que muestra, ciertamente, un interés muy vivo. El que se desvive ha sido leído, es decir, invocado.

En tanto tema y en tanto preocupación formal, la muerte del autor marksoniana constituye, sin duda, un movimiento irónico, un guiño más que un gesto redondo y completo en sí a mucha de la teoría que anima una serie de textos sólo muy frágilmente unidos por un arco narrativo con base en una anécdota más bien básica: la muerte de alguien que escribe. Estructurados a partir de breves citas que por su extensión semejan versículos pero por su posición en el texto parecen párrafos, estas novelas marksonianas se presentan de entrada como textos híbridos cuyos elementos, incluso los más nimios, cuestionan y subvierten la delimitación estricta de los géneros literarios que convocan y de los que se sirven. En la páginas 12 y 13 de Vanishing Point, el libro que Markson publicó en el 2004, el autor declara como de la nada: "No-lineal. Discontinua. Como un collage. Un ensamblaje. Como resulta ya más que obvio”. Luego, sigue: “Una novela de referencia y alusión intelectual, por decirlo así, pero sin mucho de la novela. Esto también ya más que evidente por ahora”.[2] Luego, conforme el cuerpo de Autor empieza a decaer y, a la par, decae su lenguaje, la conexión se establece. Autor está muriendo justo frente a los ojos de Lector. Autor y Lector participan de esta muerte, desviviéndose por continuar ahí, en la lectura que, al menos momentáneamente, los resucita. Autor se desvive así. Lector también. Tal vez esto y no otra cosa sea la desmuerte del autor. El falso regreso. 



[1] Charles Bernstein, On poetics (Harvard University Press, 1992).
[2] David Markson, Vanishing Point (Shoemaker&Hoard, 2004), 12-13.

--crg




Monday, April 15, 2013

SPIRAL ORB SEVEN

An experiment in permaculture poetics. Spiral Orb seven, with work by: Don Mee Choi, Donovan Kūhiō Colleps, Manuel Fihman, Hugo García Manríquez, Yona Harvey, Jen Hofer, Douglas Kearney, G.E. Patterson, Craig Santos Perez, Cristina Rivera Garza, Jennifer Tseng, Sara Uribe, Maged Zaher, and Lila Zemborain, as well as an entry poem composted from fragments of each of the pieces in the issue, is here!


This is a special issue guest edited by Wendy Burk, "Collaborative Curation: Marks, Lines, and Lineage."

My contribution: Conjuring


--crg

Sunday, April 14, 2013

XINANTECATL, MON AMOUR


...es un monte alto que tiene encima dos fuentes, que por ninguna parte corren, y el agua es clarísima y ninguna cosa se cría en ella, porque es frigidísima. Una de estas fuentes es profundísima; parecen gran cantidad de ofrendas en ella, y poco ha que yendo allí religiosos a ver aquellas fuentes, hallaron que había ofrenda allí, reciente ofrecida de papel y copal y petates de pequeñitos, que había muy poco que se habían ofrecido, que estaba dentro del agua. Esto fue en el año de 1570, o cerca de por allí y el uno de los que la vieron fue el P. F. Diego de Mendoza, el cual era al presente Guardián de México, y me contó lo que había visto.

Fray Bernardino de Sahagún dixit.

--crg

Tuesday, April 09, 2013

EL CUERPO DEL ESCRITOR

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


No son pocos los libros en que los escritores se explayan sobre sus procesos creativos. Sin duda diseñada para jóvenes aspirantes a escritores, esta pequeña industria se ha ido haciendo de libros denodadamente personales en los que ciertos escritores reconocidos abren las puertas de sus estudios, sus métodos de trabajo y sus ideas sobre el acto creativo para el gran público. Después de todo, a diferencia de otros creadores que hacen algo que se ve al momento de hacerse, tal como la pintura o la danza, lo que hace un escritor suele estar envuelto por un halo de misterio. La escritora, de hecho, parece no estar haciendo nada mientras hace lo que hace: estar sentada, empuñar un lápiz o presionar unas teclas en una computadora. Ver el techo.
Por mucho tiempo, la gran mayoría de estos libros de escritores sobre la escritura privilegiaron los aspectos más intelectuales, y menos visibles, de su quehacer. En un tono de confidencia íntima o de consejo bienintencionado, quedaban en esas páginas las influencias o las fobias, los gustos y, con mayor frecuencia, los disgustos del escritor. Con un gesto que intentaba invitar al lector a pasearse por su biblioteca privada o interna, se listaban ahí las primeras lecturas, los libros que provocaron duda o regocijo, o los que impulsaron la escritura del primer libro propio. Se hablaba de la escritura como una vocación o un llamado, raramente como un oficio.
Tal vez la creciente atención hacia la materialidad misma del lenguaje provocó, a su vez, un mayor énfasis en las actividades concretas y, aún más, físicas, de los escritores. Poco a poco, a través de anécdotas inolvidables, los lectores nos fuimos enterando que algunos no escribían sentados, como era la norma, sino de pie, como era el caso de Hemingway. Aunque las fotografías los seguían presentando detrás de un escritorio, de preferencia resguardado por grandes libreros repletos de libros bien o mal ordenados, con la mirada perdida en un horizonte que se antojaba lejano, más y más escritores fueron confesando sus manías de todos los días —desde escribir en la cama, hasta leer mientras se camina. El proyecto Escritorio, que puede visitarse en esta dirección, incluye anécdotas frescas al respecto.
Los que no murieron a los míticos 33, nos dejaron saber que escribir, esa actividad de apariencia inicua causaba, sin embargo, estragos muy concretos en el cuerpo. Un buen número de escritores lidian a diario, por ejemplo, con el síndrome de carpo, una enfermedad que se presenta cuando, como con el uso del teclado, se llevan a cabo, de manera repetitiva, movimientos muy pequeños. Una de las consecuencias es el dolor, a veces paralizante, en muñecas y manos. Aunque los estereotipos gustan de presentar al escritor como un eterno adolescente hiperactivo que derrocha energía, de preferencia en fiestas nocturnas o arriesgados viajes, lo cierto es que el oficio, que se lleva a cabo sobre una silla, usualmente adoptando una mala postura, requiere de una vida sedentaria. La vida sedentaria, como se sabe, no solo conduce a la obesidad y la flacidez de los músculos, sino a condiciones todavía más peligrosas que van desde la mala condición física hasta la diabetes. Los dolores de la baja y la alta espalda son legendarios entre aquellos que pasan horas frente a un ordenador. ¿Para qué hablar de la gastritis que responde al estrés y la mala alimentación? Y no ha de ser por pura casualidad que una buena cantidad de escritores, quienes por razones de oficio pasan una buena parte de su tiempo leyendo, sufran de miopía, u otras afecciones oculares, y lleven lentes.
Poco antes de morir, Roberto Bolaño, el escritor que falleció debido a una afección del hígado, se burlaba de los escritores de la clase media para quiénes la escritura era poco más que una búsqueda de respetabilidad. Como evidencia ofrecía el gimnasio. Un escritor preocupado por su cuerpo, por la salud y consistencia de su cuerpo, era, según el escritor enfermo, poco más que un trepador social. Haruki Murakami publicó por ese entonces un libro revelador. No una novela sino un pequeño ensayo personal sobre la relación entre el entrenamiento para correr distancias largas y la escritura de sus novelas, De qué hablamos cuando hablamos de correr abría las puertas no a la historia intelectual del escritor sino a la mente, vuelta cuerpo, del mismo. Más que un simple elogio a la disciplina y la determinación necesarias para prepararse para un maratón, Murakami reflexionaba en sus páginas sobre la resistencia física y espiritual que requiere construir una frase, respirarla, atravesarla viva. Héctor Viel Temperley, el poeta argentino, había hecho lo suyo con los aspectos más místicos y poéticos del acto de nadar.
Tal vez el giro perfomativo de la escritura —que es como se le llama al momento posconceptual en el que vivimos— traiga a colación con más frecuencia, y de manera más punzante, la presencia del cuerpo en el trabajo creativo de todo escritor, develando mundos que aún permanecen en el misterio. ¿Cómo enfrentan los procesos de desgaste corporal aquellos que han elegido vivir a salto de mata, arriesgando la experiencia al límite, entre desveladas y drogas? ¿De qué manera concreta, es decir, corporal, se las arreglan las escritoras que se embarazan (o los escritores así embarazados) y deciden formar una familia? ¿Cómo se transforman los métodos de trabajo y los efectos de estos sobre cuerpos concretos cuando se deja atrás la vida sedentaria y se elige, en cambio, el reto del entrenamiento físico?
Hace no mucho, medio en broma y medio en serio, decía que un buen curso de escritura creativa tendría que involucrar idealmente al menos tres tipos de actividades para acentuar nuestro estado de alerta acerca de las múltiples materialidades implicadas en el acto de escribir: talleres de escritura (materialidad del lenguaje), talleres de encuadernación (materialidad de libro), y entrenamiento de triatlón (materialidad del cuerpo). El consumo de sal, eso sí, sería decisión de cada quién. No se preocupen.
--crg

Thursday, April 04, 2013

HOY

Diagnósticos: Pacientes y psiquiatras definen la enfermedad mental en La Castañeda.
México, 1910-1930
Key-note Speaker

Bio-ethics: Creating and Challenging Knowledge in Health
The University of Texas-PanAmerican
Edinburg, Texas

6:00 PM
UTPA Ballroom
Entrada libre

Información completa: Bio-Ethics Conference, UTPA

--crg

Tuesday, April 02, 2013

SAN AGUSTÍN ETLA, MON AMOUR

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Encontré a Jesús Martínez en la parada del colectivo de San Agustín Etla un viernes en la tarde. Yo me preparaba para bajar al centro de la ciudad de Oaxaca y él, con el rostro cansado, estaba ya listo para regresar a su casa después de terminar otro turno de ocho horas de trabajo en el taller de producción de afelpado en la Casa de las Artes de San Agustín Etla —mejor conocida como CaSa, que es así como se le denomina popular y afectuosamente a esta fábrica de textiles del siglo XIX convertida ahora en un centro de producción, enseñanza y exhibición de distintas formas de arte y escritura contemporánea.
Había tenido la oportunidad de saludar a Jesús en bastantes ocasiones durante los tres meses que duró mi residencia en CaSa, porque cada vez que venían los poetas invitados a la serie Poéticas de la Desapropiación terminábamos el recorrido de las instalaciones ineludiblemente ahí, en su taller, azorados ante los colores, texturas y diseños de los tapetes que iban produciendo. Los interrumpíamos siempre, eso es cierto, pero eso nunca le impidió a Jesús, ni a los otros miembros del taller —aproximadamente 20 jóvenes tanto de la comunidad de San Agustín como de la urbana Oaxaca— contestar con amabilidad y conocimiento de causa las muchas y, sin duda, muy similares preguntas que les planteábamos en cada visita. Así nos enteramos, entre otras tantas cosas, de quiénes eran los diseños, cuál es el significado práctico del verbo cardar y de las dos técnicas de afelpado, una incluyendo el uso de agua y el otro el de muchas agujas.
No es difícil encontrarse en CaSa, pero todo pasa demasiado aprisa ahí. La combinación de diplomados de larga duración con talleres esporádicos y únicos aseguran un constante flujo de jóvenes creadores y aprendices en las escaleras, salones, pasillos de la institución. Las conversaciones sobre cuestiones de arte y escritura, ya sobre los aspectos más prácticos del quehacer cotidiano o ya sobre las repercusiones filosóficas o políticas de los mismos, abundan.
Están, entre los talleristas, los que vienen desde Oaxaca, pero no faltan los que se trasladan por algunos días desde Puebla o la Ciudad de México. También se presentan ahí los habitantes de la comunidad de San Agustín Etla, que rodea a la institución. La imagen de un avispero. El sonido de algo que pasa sin cesar, pero sin aspavientos. Por eso, aunque había hablando brevemente aquí y allá con Jesús, en realidad nunca pude llevar a cabo la entrevista que algún día le propuse.
El recorrido en taxi colectivo y, una vez en Oaxaca, en autobús urbano, no me permitió hacer las preguntas que más de una vez me había propuesto hacerle —sobre sus métodos de trabajo, sobre la relación entre su labor como coordinador del taller de producción y su propia obra, sobre sus opiniones respecto a cierto arte contemporáneo—, pero sí me dio la oportunidad de entablar el tipo de charlas descompuestas y sin orden a través de las cuales uno termina enterándose de más de lo que pensaba. Nacido en 1978, en la zona norte del estado, Jesús había llegado a Oaxaca a continuar con unos estudios en diseño gráfico que, finalmente, no pudo o no quiso terminar. Pronto, y por los siguientes 12 años, trabajó en la biblioteca del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, mientras se internaba cada vez más, tanto de manera individual como en colectivos, en su búsqueda personal en el mundo de las artes gráficas. Lo que desde hace un poco más de medio año hace en CaSa tiene, sin duda, sus ventajas. Ahí, en ese taller que se abre justo detrás de la sala de cine, después de bajar unas empinadas escaleras, Jesús establece conversaciones con algunos de los creadores más relevantes del arte de hoy para ayudarlos a traducir sus diseños al mundo de la felpa. Su trabajo consiste en encontrar la manera, junto con artistas y trabajadores del taller, de llevar el diseño de cada uno de los creadores participantes al lenguaje de la textura y color de los textiles. Y cómo no se va a aprender con eso, dice. También dice que las soluciones a las que llegan colectivamente le ayudan a ver su propio trabajo de maneras críticas o inéditas. Cuando le pregunto si esto no le parece como una especie de doctorado personalizado con algunos de los maestros más importantes del mundo, no hace más que sonreír.
No sé si las vidas de otros trabajadores de CaSa se parecen o no a la de Jesús, pero mi instinto me dice que tal vez sí. Hay ese tipo de energía aquí: el que aprende enseñando y enseña aprendiendo. Una calle de dos vías. El diálogo de lo que va y de lo que viene. La atención continua. Que todo eso suceda en un lugar en el que, para llegar ahí, hay que pasar por debajo del túnel de jacarandas por el que también he visto avanzar ya tantas veces a dos chicas en motocicleta —las cabelleras rojas sueltas al viento— tal vez no me devuelva una fe en la humanidad entera, ciertamente, pero sí, cómo no, en la primavera. Esta primavera. En efecto: San Agustín Etla, Mon Amour.
--crg

Tuesday, March 26, 2013

UN PORTENTO DE VELOCIDAD

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

En el futuro, cuando ya no quede ni rastro de este viaje, cuando ésta sea sólo otra carretera más y el cielo, este mismo cielo, se haya extinguido del todo, quedará una nota. Unas cuantas palabras apenas. Un puñado de letras.

Dirá: “Realiza el recorrido de la primera carrera panamericana de autos—desde Ciudad Juárez hasta el Ocotal en la frontera con Guatemala—; reparte la guía turística de la Goodrich-Euzkadi entre los comités estatales de seguridad”.

Alguien las leerá; esas palabras. Y las anotará en un cuaderno, como si anotarlas en un cuaderno de alguna manera les diera mayor solidez, lo que algunos llaman, y llamarán entonces todavía, estoy seguro, mayor realidad. Como si el escribirlas de propia mano les diera peso, eso quiero decir. El peso del cuerpo, inclinado sobre la mesa o el escritorio. El peso de la mano alrededor del lápiz, empuñando. Y las llevará consigo, esas palabras, en un bolsillo o en algún otro lugar cerca del esqueleto, para irlas digiriendo o saboreando. Para irlas entendiendo, se dice, cuando en realidad se quiere decir: para irlas imaginando. Uno necesita tiempo para imaginar. Sólo eso. La primera carrera panamericana, lo sabrá pronto, se celebró en 1950. El 5 de mayo de 1950, para ser más exactos. Un portento de velocidad. Desde Ciudad Juárez a Chihuahua, de Chihuahua a Durango, de Durango a León, de León a la Ciudad de México, de la Ciudad de México a Puebla, de Puebla a Oaxaca, de Oaxaca a Tuxtla Gutiérrez, de Tuxtla Gutiérrez al Octal, en efecto. De frontera a frontera. De punta a punta de ¿qué? Pues de punta a punta de un país. Un poco más de tres mil kilómetros en cinco días de velocidad y polvo, curvas, aplausos, fotografías. Un portento de velocidad. ¿Cuánto se puede callar en cinco días por carretera? En cinco días por carretera se puede callar uno una eternidad.

 ¿Me imaginará con la mirada fija a través del parabrisas, los dedos alrededor del volante, el brazo izquierdo recargado sobre el espacio de la ventanilla abierta? ¿Imaginará el aire que hace trizas el humo que sale de la punta roja del cigarrillo? ¿Sabrá que nunca uso corbata? Uno maneja así en la carretera: alerta y desprevenido a un tiempo. Uno coloca los ojos a medias en el horizonte y a medias en el camino, y luego arranca. Las llaves, el ruido de las llaves. El asiento abullonado. El clutch. Los cambios. Primera. Luego, segunda. Adiós, Ciudad Juárez. El tiempo es su enemigo: el coche, su aliado; el camino, su problema.

¿Es una mujer? ¿Será una mujer la que me imagine así, en el futuro? Acaso. Usted ha de pensar que le estoy dando de vueltas a una misma idea. Y así es, señor. Seguramente me imaginará pensando ¿qué? Mejor: imaginar. Mejor aún: ensoñar. Soñar despierto. Este es mi mensaje para quien, desde el futuro, sea hombre o sea mujer, me describa viajando por el asfalto de la carretera panamericana unos cuantos días de junio de 1951: no pensaba en nada. Soñaba despierto. Una misma idea, así es. Señor.

Pero no te voy a decir lo que ensoñaba. No; eso no. Eso es cosa mía. 

Lo que es cosa tuya es lo que puedes imaginar. Ojalá que sí lo digas. Ojalá que sí menciones la paradoja. O que la inventes: voy en auto. Soy un experto en el manejo del automóvil, como lo dirá después Clara, mi esposa, en alguna entrevista. Voy por el camino donde el Oldsmobile, donde el Chyrsler, donde el Ford. Voy por donde, el año que entra, el Ferrari también. El Mercedes. ¿Me entiendes bien? No hay ningún burro por aquí. Traigo la mirada a medias en el horizonte y a medias en el camino, sí, que ése es el problema. El camino. Mi problema. Porque si en algo estamos de acuerdo es que el tiempo es el enemigo, cómo de qué no. Y el aliado, el mío al menos, es este coche. Pasó a más de 120 kilómetros en esa curva. Voy abriendo camino, en efecto. ¿Lo ve usted claramente, desde el futuro, lo ves bien? Pedregoso. Desteñido. Taimado. ¿A usted le gustaría tomar una curva a esa velocidad? 

El país iba así. A toda velocidad. Como alma que lleva el diablo, se dice, y se dirá.

Voy pensando, para que te lo sepas, que hace bien poco acaba de salir un cuento mío en la revista América, en el número 66. Y voy pensando que acabo de leer ese nombre, el nombre de Dolores Preciado, en libro de Olivia Zúñiga que acaba de sacar Et Caetera en Guadalajara. Retrato de una niña triste. Sí, Olivia es la misma que escribió sobre Mathias Goeritz. La abyecta fatiga/ del yo,/ que tantas veces/ acompaña. Esa mismita. La palabra pedregoso, en eso voy pensando. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, en eso voy pensando. La palabra desteñido.

Pero todas son puras mentiras. Debe ser mi talante taimado, qué va. Porque a fin de cuentas, lo que verdaderamente importa no es lo que uno piense sino lo que uno no sabe ni siquiera que pasa por la cabeza. Eso es ensoñar, ¿qué no?

Me sentía desgastado como una piedra bajo un torrente, pues llevaba cinco años de trabajar catorce horas diarias, sin descanso, sin domingos, ni días feriados… Recalé en la fábrica, iba a cambiar las llantas, cosa que hacía cada 20 o 30 kilómetros… De paso se me ocurrió pedir… que le instalaran radio al automóvil… Aquello no sólo resultó imposible sino infamante… Hubiera usted visto usted a esos cabrones, hijos de la industria pesada, ir todos a tallar las llantas para calcular su desgaste. Ya para ese momento había tomado una decisión: mandarlos a la chingada.

Uno ve por la ventanilla, así. Uno ensueña. Uno dice: un viaje más y los mando bien lejos de aquí, hijos de la industria pesada. Es mentira que uno tenga que esperar al último segundo, ése en el que según dicen uno ve su vida completa, como en el cine. Es mentira, se lo aseguro. Uno también la ve aquí, sobre la carretera. No desde el inicio hasta el fin, que nunca pasa nada así. Uno ve cachitos. Pedazos. Como el flash de la fotografías. ¿Cómo se llama eso que se ve al final del camino y no es una luz? Como espejismos, así mismo.

Por eso yo le aconsejo a esa mujer del futuro que, cuando se pregunte si tomará esa curva a 120 kilómetros, diga que sí. Tome esa curva. Apriete el acelerador y vea las nubes. Ensoñar es un verbo. Entonces tome la siguiente.

[Las itálicas son, en orden de aparición: Juan Antonio Asencio, "Juan Rulfo: Un extraño en la tierra", citado en Roberto García Bonilla, Un tiempo suspendido. Cronología de la vida y la obra de Juan Rulfo (México: CONACULTA, 2008, 123), 123; voz de la filmación "II Carrera Panamericana (1951): http://www.youtube.com/watch?v=CcA42xUWMLU; líneas de "Luvina"; Roberto García Bonilla, Un tiempo suspendido, 128.]   

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Tuesday, March 19, 2013

LA COMUNALIDAD DEL TEXTO

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Hasta no hace mucho, analizar un texto era, sobre todo, preguntarse por el proceso de subjetivación que le daba sentido. Con esta pregunta, los analistas más contemporáneos dejaban atrás una búsqueda a menudo rígida de inscripciones identitarias —de clase, género, raza o generación— para dar lugar a una exploración que sobre todo involucraba, y aquí sigo de cerca a Jacques Rancière, el forcejeo dinámico que emprendía el sujeto contra identidades impuestas: un proceso que se conoce como de desidentificación o, en términos más caseros, de desclasificación.1
Una poética desapropiacionista invita a hacer esas preguntas, sí, y además, acaso sobre todo, otro tipo de preguntas. Puesto que el texto desapropiado lleva consigo, y de manera visible, las marcas del tiempo y el trabajo de otros, del trabajo de producción y del trabajo de distribución de otros, es decir del trabajo colectivo hecho junto con otros en el lenguaje que nos dice en tanto otros, y nos dice por lo mismo en tanto comunidad, es solo justo que la pregunta que busca dilucidar el motor que hace significar a un texto no solo se refiera a procesos de subjetivación sino, mayormente, a los procesos de comunalidad que le permiten enunciar y enunciarnos por virtud de su ex/istir. Aclaro: utilizo el término comunalidad, en lugar de comunidad, porque el primero hace hincapié en las relaciones de trabajo colectivo —conocido en los pueblos mesoamericanos como tequio— que se encuentra en el eje mismo de su existir como un afuera-de sí-mismos y como forma básica de un estar-con-otros. Ese trabajo colectivo, gratuito, de servicio, es lo que deja ver la re-escritura cuando se le lleva a cabo desapropiadamente. Eso es, sin duda, lo que la vuelve amenazante para sistemas cerrados y jerárquicos que viven y predican el privilegio, el prestigio, el mercado. La ganancia en lugar de la compartencia.
¿Cómo se pregunta sobre la comunalidad de un texto? ¿A través de qué interrogantes será posible recordarle el origen plural a un texto que tiene la costumbre de presentarse en público como producto de una autoría individual? Yo no lo sé de cierto, pero aventuro. Las preguntas evadirán, por principio de cuentas, la mera biografía intelectual de la autora (los libros que leyó, las universidades o tertulias que frecuentó, la música que considera más influyente) para concentrarse en las prácticas materiales que la vinculan al texto: desde su “ganarse la vida” (tal como lo sugería Piglia en alguno de los ensayos de El último lector), su “cómo” del trabajo cotidiano (y no necesariamente su “por qué”, que es al fin y al cabo una pregunta sobre intencionalidad), hasta el sistema personal de decisiones estéticas y políticas que le permitieron elaborar este y no otro libro, este y no otro artefacto de la cultura. Imagino que las preguntas no sólo intentarán dilucidar las relaciones específicas del cuerpo material del escritor en su estar-con-otros—los datos más bien identatarios de clase y raza y género y generación, entre otros—sino que irán más lejos: irán hasta los resquicios últimos donde se elaboran las relaciones de su comunalidad. En otras palabras: irán a su tequio.
Una de las primeras preguntas en este sentido tendrá que ser, luego entonces, acerca del trabajo comunal (gratuito, obligatorio, en el lenguaje-en-común) que le da existencia al texto en el afuera-de-sí. Nuevamente, la pregunta habrá de escapar al terreno de la mera historia de las ideas o de la biografía intelectual. En su lugar, incitará la inscripción de datos de la historia social y, de suyo, local del libro. Si la lectura no es un acto de consumo pasivo sino una práctica de compartencia mutua, un minúsculo acto de producción en común, entonces en juego estarán no sólo los libros leídos sino, sobre todo, los libros interpretados: los libros re-escritos, ya en la imaginación personal o ya en la conversación, esa forma de la imaginación colectiva. Y aquí habrán de hacerse preguntas que permitan volver visibles las huellas que esos otros han dejado, de una forma u otra, en las re-escrituras y, luego entonces, en la versión final—que es la forma interrumpida—del libro mismo.
Yo no lo sé de cierto pero lo que cada vez me queda más claro, sin embargo, es que la escritura de libros en comunalidad tendrá que vérselas, y esto de manera explícita, con la puesta en escena de la autoría plural. ¿De qué manera las figuras del narrador, punto de vista o arco narrativo, por ejemplo, tendrán que re-hacerse para dar fe de la presencia generativa de otros en su mismo existir? ¿Qué soporte se habituará mejor a la develación continua del palimpsesto y la yuxtaposición intrínseca a cada proceso escritural? ¿Cómo será el así llamado aparato crítico cuando cada frase e, incluso, cada palabra, tenga que dar cuenta de su ser plural y pluralmente concebido?
Acaso no sería descabellado pensar ahora mismo en libros cuya sección de agradecimientos—uno de los pocos lugares destinados culturalmente al explícito reconocimiento del hacer del otro en la producción del libro—será incluso mayor a, además de estar entreverada con, la sección todavía conocida como el cuerpo propiamente del libro. Una de las definiciones del verbo reconocer, después de todo, involucra de manera central a otro verbo: agradecer. Dicho de una persona, asegura la Real Academia, reconocer: 7. tr. Mostrarse agradecida a otra por haber recibido un beneficio suyo. Dicen los que saben de etimologías que el vocablo latín gratia se relaciona con una amplísima gama de términos muy antiguos: gratulabundusgratosusgratulorcongratulor,congratulatiogratificatio. De una manera u otra, casi todas estas palabras tienen que ver con la dádiva y el favor, pero sobre todo con la alegría compartida y la celebración o la alabanza. Acaso en las escrituras que desde la comunalidad se antepongan a los avatares de la necropolítica no será impensable concebir libros que sean, y esto de manera abierta, un puro reconocimiento, es decir, unponer en evidencia, que es un poner en escena crítica, la relación dinámica y necesariamente plural que hace posible, en primer lugar, su existencia.
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Thursday, March 14, 2013

YA ESTÁ AQUÍ


Notas sobre conceptualismos, de Vanessa Place y Robert Fitterman, traducción de Cristina Rivera Garza (México: CONACULTA, 2013).

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YA ESTA AQUÍ



Notas sobre conceptualismos, de Vanessa Place y Robert Fitterman, traducción al español de Cristina Rivera Garza (México: CONACULTA, 2013).

¡Pronto en librerías!

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Tuesday, March 12, 2013

ELOGIO DE LA BIBLIOGRAFÍA

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Las notas de pie de página, las bibliografías —comentadas o no— o las comillas, antes señas de uso exclusivo y obligatorio de la escritura académica, se han ido colando con mayor frecuencia en las últimas páginas tanto de novelas como de libros de poesía. Alejándose de la impostura del autor genial y solitario que, aparentemente, nace sabiéndolo todo, este gesto apunta hacia otro tipo de entendimiento autorial que implica, de suyo, una relación con el lector más horizontal y dinámica. Cada lista bibliográfica devela el tipo de lectura —y luego entonces el trabajo y tiempo de lectura— que el autor precisó para generar tal o cual idea, escena, personaje, atmósfera, juego de lenguaje. Se trata del momento más otro de la creación: su sitio más alterado. Poblado de otros, circundado por voces que vienen de lejos gracias a la pantalla o el papel, el autor se muestra así como una entidad plural a la que la configuran mil cabezas. Lejos del ensimismamiento o la noción autoglorificadora del autor como mito genial, lo que la bibliografía nos da es la figura de un autor que es, ante todo, un lector. Se trata, además, del tipo de lector que, ya con cuidado o ya con gozo o ya con ambos, corre el velo sobre su proceso de producción de conocimiento para compartir y compartirse con otros lectores, volviéndolos autores potenciales en el acto. En efecto, se trata más que un momento de comparecencia (dícese de la acción que lleva a una persona ante un juez o un tribunal), de un instante de compartencia. El lector que se inmiscuye en la bibliografía de su autora camina, de hecho, por las bambalinas de la obra con la libertad que otorga la información fidedigna y clara. Las listas bibliográficas muestran, así entonces, el momento más hospitalario del libro. Su figura más generosa. En pocos lugares como en la bibliografía nos queda más claro el estar-en-común del libro. Esto es: el momento en que el autor decide saltar del pedestal solitario de la jerarquía literaria, para caminar a pie en la calle del nosotros.
Cada libro de Michael Ondaatje, por ejemplo, cuenta con un par de páginas al final en las que desgaja minuciosamente el abanico de sus fuentes. El autor nacido en Sri Lanka y avecindado desde hace mucho en Canadá, no creció sabiendo todo acerca de los vientos que describe, digamos, en El paciente inglés y, por ello, al final de la novela, anota los títulos de los libros en los que encontró esa información. Lo mismo hace con la palabra gotraskhalana en la novela Divisadero. Por esa nota al final de libro el lector sabe con el autor que gotraskhalana significa, de manera literal, “tropezar con un nombre”. Es un término de la poética sánscrita, dice Ondaatje basado en el trabajo de Wendy Doniger, con el que se describe al acto de llamar a un ser amado con un nombre erróneo. Se trata de un accidente verbal que dirige “la luz de la linterna hacia el interior del cerebro, revelando un vasto museo de hechos y deseos”. El lector interesado puede, así entonces, dirigir su atención a esos viejos o nuevos libros para seguir las huellas de los vientos africanos o para perderse en los tropiezos del sánscrito. El lector vigilante puede, si así lo decide, corroborar si la fuente de información fue fidedigna o no. Independientemente del objetivo último de cada lector, la bibliografía se extiende aquí como una invitación a continuar con la conversación que es todo libro en el contexto de otros libros. Una tradición.
Lo mismo hacen, aunque no con la frecuencia que podría esperarse, los autores de cierta novela histórica. Enrique Serna, por ejemplo, incluye una generosa bibliografía, que incluye tanto fuentes primarias como secundarias, al final de Ángeles del abismo, la novela en la que narra la historia de amor entre una falsa beata y un indio que finge su propia conversión en el México del siglo XVII.
Tal vez en ningún lugar la presencia de la bibliografía sea tan escandalosa, sin embargo, como en los libros de poesía. Un campo de escritura hasta hace no mucho dominado, al menos en ciertos sectores de la producción mexicana, por la idea del canto lírico que obedece a un yo autónomo y unitario en su momento más íntimo, los poetas han rechazado, ya sea por considerarlo inútil o autoritario, este momento de compartencia con los lectores. A medida que aumenta el uso de estrategias de apropiación que vinculan el lenguaje prestigioso de la poesía con el discurso cotidiano de la vida pública, se ha vuelto igualmente necesario desarrollar una serie de estrategias para dar cuenta de la presencia de otros en los procesos de des- y re-contextualización de lenguajes que conforman muchos de estos libros. Una de las maneras más simples, y acaso por eso más socorridas, es la incorporación de la lista bibliográfica en las últimas páginas de los libros de, entre otros, Juliana Spahr, Derek Beaulieu, Mark Nowak o Jen Hofer. Así es que los lectores nos damos cuenta del dónde y el cómo, del por qué y, en lo que cabe, el para qué de los textos que nos comparten. Así es como los lectores nos volvemos, pues, cuerpo en un mundo de cuerpos junto con los autores. Y viceversa. Cuestionar la configuración plural de la autoría y encontrar formas creativas de incorporar el momento alterado de la comunalidad en el cuerpo del texto—o en el cadáver del texto, si lo vemos dentro del contexto necropolítico de su producción—es una de las tareas fundamentales de la desapropiación que viene. Eso es cierto.
--crg